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    Portada::Ménú General::Cuentos y Fabulas::Charles Perrault

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       Piel de asno. (2)
         
      

    Los grandes dolores son efímeros. Además, los consejeros del Estado se reunieron y en conjunto fueron a pedirle al rey que volviera a casarse.

    Esta proposición le pareció muy dura y le hizo derramar nuevas lágrimas. Invocó la promesa hecha a la reina, y los desafió a todos a encontrar una princesa más hermosa y más perfecta que su difunta esposa, pensando que aquello era impoible del todo.

    Pero el consejo consideró tal promesa como una bagatela, y opinó que poco importaba la belleza, con tal que una reina fuese virtuosa y nada estéril; que el Estado exigía príncipes para su tranquilidad y paz; que, a decir verdad, la infante tenía todas las cualidades para hacer de ella una buena reina, pero era preciso elegirle a un extranjero por esposo; y que entonces, o el extranjero se la llevaba con él o bien, si reinaba con ella, sus hijos no serían considerados del mismo linaje y además, no habiendo príncipe de su dinastía, los pueblos vecinos podían provocar guerras que acarrearían la ruina del reino. El rey, movido por estas consideraciones, prometió que lo pensaría.

    Efectivamente, buscó entre las princesas casaderas de todo el mundo, cuál podría convenirle. A diario le llevaban retratos atractivos; pero ninguno exhibía los encantos de la difunta reina. De este modo, no tomaba decisión alguna.

    Por desgracia, empezó a encontrar que la infanta, su hija, era no solamente hermosa y bien formada, sino que sobrepasaba largamente a la reina su madre en inteligencia y agrado. Su juventud, la atrayente frescura de su hermosa piel, inflamó al rey de un modo tan violento que no pudo ocultárselo a la infanta, diciéndole que había resuelto casarse con ella pues era la única que podía desligarlo de su promesa.

    La joven princesa, llena de virtud y pudor, creyó desfallecer ante esta horrible proposición. Se echó a los pies del rey su padre, y le suplicó con toda la fuerza de su alma, que no la obligara a cometer un crimen semejante.

    El rey, que estaba empecinado con este descabellado proyecto, había consultado a un anciano druida, para tranquilizar la conciencia de la joven princesa. Este druida, más ambicioso que religioso, sacrificó la causa de la inocencia y la virtud al honor de ser confidente de un poderoso rey. Se insinuó con tal destreza en el espíritu del rey, le suavizó de tal manera el crimen que iba a cometer, que hasta lo persuadió de estar haciendo una obra pía al casarse con su hija.

    El rey, halagado por el discurso de aquel malvado, lo abrazó y salió más empecinado que nunca con su proyecto: hizo dar órdenes a la infanta para que se preparara a obedecerle.

    La joven princesa, sobrecogida de dolor, pensó en recurrir a su madrina, el hada de las Lilas. Con este objeto, partió esa misma noche en un lindo cochecito tirado por un cordero que sabía todos los caminos. Llegó a su destino con toda felicidad. El hada, que amaba a la infanta, le dijo que ya estaba enterada de lo que venía a decirle, pero que no se preocupara: nada podía pasarle si ejecutaba fielmente todo lo que le indicaría.

    —Porque, mi amada niña, le dijo, sería una falta muy grave casaros con vuestro padre; pero, sin necesidad de contradecirlo, podéis evitarlo: decidle que para satisfacer un capricho que tenéis, es preciso que os regale un vestido color del tiempo. Jamás, con todo su amor y su poder podrá lograrlo.



      

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    Charles Perrault

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