Por fin los ladrones lo encontraron y lo alzaron. —A ver, pequeño valiente, ¿cómo pretendes ayudarnos?. —¡Eh!, yo me deslizaré entre los barrotes de la ventana de la habitación del cura y les iré pasando todo cuanto quieran. —¡Está bien!. Veremos qué sabes hacer. Cuando llegaron a la casa, Pulgarcito se deslizó en la habitación y se puso a gritar con todas sus fuerzas. —¿Quieren todo lo que hay aquí?. Los ladrones se estremecieron y le dijeron: —Baja la voz para no despertar a nadie. Pero Pulgarcito hizo como si no entendiera y continuó gritando: —¿Qué quieren?. ¿Les hace falta todo lo que aquí?. La cocinera, quien dormía en la habitación de al lado, oyó estos gritos, se irguió en su cama y escuchó, pero los ladrones asustados se habían alejado un poco. Por fin recobraron el valor diciéndose: —Ese hombrecito quiere burlarse de nosotros. Regresaron y le cuchichearon: —Vamos, nada de bromas y pásanos alguna cosa. Entonces, Pulgarcito se puso a gritar con todas sus fuerzas: —Sí, quiero darles todo: introduzcan sus manos. La cocinera, que ahora sí oyó perfectamente, saltó de su cama y se acercó ruidosamente a la puerta. Los ladrones, atemorizados, huyeron como si llevasen el diablo tras de sí, y la criada, que no distinguía nada, fue a encender una vela. Cuando volvió, Pulgarcito, sin ser descubierto, se había escondido en el granero. La sirvienta, después de haber inspeccionado en todos los rincones y no encontrar nada, acabó por volver a su cama y supuso que había soñado con ojos y orejas abiertos. Pulgarcito había trepado por la paja y en ella encontró un buen lugarcito para dormir. Quería descansar ahí hasta que amaneciera y después volver con sus padres, pero aún le faltaba ver otras cosas, antes de poder estar feliz en su hogar. Como de costumbre, la criada se levantó al despuntar el día para darles de comer a los animales. Fue primero al granero, y de ahí tomó una brazada de paja, justamente de la pila en donde Pulgarcito estaba dormido. Dormía tan profundamente que no se dio cuenta de nada y no despertó hasta que estuvo en la boca de la vaca que había tragado la paja. —¡Dios mío!, exclamó. ¿Cómo pude caer en este molino triturador?. Pronto comprendió en dónde se encontraba. Tuvo buen cuidado de no aventurarse entre los dientes, que lo hubieran aplastado; mas no pudo evitar resbalar hasta el estómago. —He aquí una pequeña habitación a la que se omitió ponerle ventanas, se dijo. Y no entra el sol y tampoco es fácil procurarse una luz. Esta morada no le gustaba nada, y lo peor era que continuamente entraba más paja por la puerta y que el espacio iba reduciéndose más y más. Entonces, angustiado, decidió gritar con todas sus fuerzas: —¡Ya no me envíen más paja! ¡Ya no me envíen más paja!.
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