—Hay que morir, señora, le dijo, y de inmediato. —Puesto que voy a morir, respondió ella mirándolo con los ojos bañados de lágrimas, dadme un poco de tiempo para rezarle a Dios. —Os doy medio cuarto de hora, replicó Barba Azul, y ni un momento más. Cuando estuvo sola llamó a su hermana y le dijo: —Ana, (pues así se llamaba), hermana mía, te lo ruego, sube a lo alto de la torre, para ver si vienen mis hermanos, prometieron venir hoy a verme, y si los ves, hazles señas para que se den prisa. La hermana Ana subió a lo alto de la torre, y la pobre afligida le gritaba de tanto en tanto; —Ana, hermana mía, ¿no ves venir a nadie?. Y la hermana respondía: —No veo más que el sol que resplandece y la hierba que reverdece. Mientras tanto Barba Azul, con un enorme cuchillo en la mano, le gritaba con toda sus fuerzas a su mujer: —Baja pronto o subiré hasta allá. —Esperad un momento más, por favor, respondía su mujer; y a continuación exclamaba en voz baja: Ana, hermana mía, ¿no ves venir a nadie?. Y la hermana Ana respondía: —No veo más que el sol que resplandece y la hierba que reverdece. —Baja ya, gritaba Barba Azul, o yo subiré. —Voy en seguida, le respondía su mujer; y luego suplicaba: Ana, hermana mía, ¿no ves venir a nadie?. —Veo, respondió la hermana Ana, una gran polvareda que viene de este lado. —¿Son mis hermanos?. —¡Ay, hermana, no! es un rebaño de ovejas. —¿No piensas bajar? gritaba Barba Azul. —En un momento más, respondía su mujer; y en seguida clamaba: Ana, hermana mía, ¿no ves venir a nadie?. Veo, respondió ella, a dos jinetes que vienen hacia acá, pero están muy lejos todavía... ¡Alabado sea Dios! exclamó un instante después, son mis hermanos; les estoy haciendo señas tanto como puedo para que se den prisa. Barba Azul se puso a gritar tan fuerte que toda la casa temblaba. La pobre mujer bajó y se arrojó a sus pies, deshecha en lágrimas y enloquecida. —Es inútil, dijo Barba Azul, hay que morir. Luego, agarrándola del pelo con una mano, y levantando la otra con el cuchillo se dispuso a cortarle la cabeza. La infeliz mujer, volviéndose hacia él y mirándolo con ojos desfallecidos, le rogó que le concediera un momento para recogerse. —No, no, dijo él, encomiéndate a Dios; y alzando su brazo... En ese mismo instante golpearon tan fuerte a la puerta que Barba Azul se detuvo bruscamente; al abrirse la puerta entraron dos jinetes que, espada en mano, corrieron derecho hacia Barba Azul.
|