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    Portada::Ménú General::Cuentos y Fabulas::Charles Perrault

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       La Bella Durmiente del bosque. (4)
         
      

    Se acercó temblando y en actitud de admiración se arrodilló junto a ella. Entonces, como había llegado el término del hechizo, la princesa despertó; y mirándolo con ojos más tiernos de lo que una primera vista parecía permitir:

    —¿Sois vos, príncipe mío?, le dijo ella, bastante os habéis hecho esperar.

    El príncipe, atraído por estas palabras y más aún por la forma en que habían sido dichas, no sabía cómo demostrarle su alegría y gratitud; le aseguró que la amaba más que a sí mismo. Sus discursos fueron inhábiles; por ello gustaron más; poca elocuencia, mucho amor, con eso se llega lejos. Estaba más confundido que ella, y no era para menos; la princesa había tenido tiempo de soñar con lo que le diría, pues parece (aunque la historia no lo dice) que el hada buena, durante tan prolongado letargo, le había procurado el placer de tener sueños agradables. En fin, hacía cuatro horas que hablaban y no habían conversado ni de la mitad de las cosas que tenían que decirse.

    Entretanto, el palacio entero se había despertado junto con la princesa; todos se disponían a cumplir con su tarea, y como no todos estaban enamorados, ya se morían de hambre; la dama de honor, apremiada como los demás, le anunció a la princesa que la cena estaba servida. El príncipe ayudó a la princesa a levantarse y vio que estaba toda vestida, y con gran magnificencia; pero se abstuvo de decirle que sus ropas eran de otra época y que todavía usaba gorguera; no por eso se veía menos hermosa.

    Pasaron a un salón de espejos y allí cenaron, atendidos por los servidores de la princesa; violines y oboes interpretaron piezas antiguas pero excelentes, que ya no se tocaban desde hacía casi cien años; y después de la cena, sin pérdida de tiempo, el capellán los casó en la capilla del castillo, y la dama de honor les cerró las cortinas: durmieron poco, la princesa no lo necesitaba mucho, y el príncipe la dejó por la mañana temprano para regresar a la ciudad, donde su padre debía estar preocupado por él.

    El príncipe le dijo que estando de caza se había perdido en el bosque y que había pasado la noche en la choza de un carbonero quien le había dado de comer queso y pan negro. El rey: su padre, que era un buen hombre, le creyó pero su madre no quedó muy convencida, y al ver que iba casi todos los días a cazar y que siempre tenía una excusa a mano cuando pasaba dos o tres noches afuera, ya no dudó que se trataba de algún amorío; pues vivió más de dos años enteros con la princesa y tuvieron dos hijos siendo la mayor una niña cuyo nombre era Aurora, y el segundo un varón a quien llamaron el Día porque parecía aún más bello que su hermana.

    La reina le dijo una y otra vez a su hijo para hacerlo confesar, que había que darse gusto en la vida, pero él no se atrevió nunca a confiarle su secreto; aunque la quería, le temía, pues era de la raza de los ogros, y el rey se había casado con ella por sus riquezas; en la corte se rumoreaba incluso que tenía inclinaciones de ogro, Y que al ver pasar niños, le costaba un mundo dominarse para no abalanzarse sobre ellos; de modo que el príncipe nunca quiso decirle nada para no asustar a la princesa.

    Mas, cuando murió el rey, al cabo de dos años, y él se sintió el amo, declaró públicamente su matrimonio y con gran ceremonia fue a buscar a su mujer al castillo. Se le hizo un recibimiento magnífico en la capital a donde ella entró acompañada de sus dos hijos. Todos admiraban su belleza.



      

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    Charles Perrault

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