Hubo un hombre muy rico en Madrid, y dicen que era más necio que rico, cuya casa magnífica adornaban muebles exquisitos. ¡Lástima que en vivienda tan preciosa, le dice un amigo, ¡Falte una librería! Buen adorno, muy útil y preciso. Cierto, responde el otro: ¡que esa idea no me haya ocurrido!... A tiempo estamos; el salón del norte a este fin puede ser destino. Que venga el ebanista, y haga estantes capaces, pulidos a toda costa. Luego, trataremos de comprar los libros. Ya tenemos estantes. Pues ahora, el buen hombre dijo: ¡Echarme yo a buscar doce mil tomos! ¡No es mal ejercicio!. Perderé la chaveta, saldrán caros, y es obra de un siglo... Pero ¿no era mejor ponerlos todos de cartón fingidos? ¡Ya se ve! ¿Por qué no? Para estos casos tengo un amigo pintorcillo que escriba buenos rótulos, e imite la pasta y el buen pergamino. ¡Manos a la labor!. Libros curiosos, los modernos y los antiguos mandó pintar, y a más de los impresos, varias decenas de manuscritos. El bendito señor repasó tanto sus hileras de tomos postizos, que aprendiendo los rótulos de muchos se creyó un día erudito. Pues ¿qué más quieren los que sólo estudian los títulos de sus libros si con fingirlos de cartón pintado les sirven para lo mismo? Moraleja: Muchos fundan su ciencia únicamente en saber muchos títulos de libros.
|