Me gustó el espectáculo, y provoqué una tempestad tal, que árboles centenarios se fueron río abajo y se hicieron trizas. -¿Eso es cuanto se te ocurrió hacer? -preguntó la vieja. -Di volteretas en las sabanas, acaricié los caballos salvajes y sacudí los cocoteros. Sí, tengo muchas cosas que contar; pero no hay que decir todo lo que uno sabe, ¿verdad, vieja? Y dio tal beso a su madre, que por poco la tumba; era un mozo muy impulsivo. Se presentó luego el viento Sur, con su turbante y una holgada túnica de beduino. -¡Qué frío hace aquí dentro! -exclamó, echando leña al fuego-. Bien se nota que el viento Norte fue el primero en llegar. -¡Hace un calor como para asar un oso polar! -replicó aquél. -¡Eso eres tú, un oso polar! -dijo el del Sur. -¿Quieres ir a parar al saco? -intervino la vieja-. Siéntate en aquella piedra y dinos dónde has estado. -En Africa, madre -respondió el interpelado-. Estuve cazando leones con los hotentotes en el país de los cafres. ¡Qué hierba crece en sus llanuras, verde como aceituna! Por allí brincaba el ñu; un avestruz me retó a correr, pero ya comprendes que yo soy mucho más ligero. Llegué después al desierto de arenas amarillas, que parece el fondo del mar. Encontré una caravana; estaba sacrificando el último camello para obtener agua, pero le sacaron muy poca. El sol ardía en el cielo, y la arena, en el suelo, y el desierto se extendía hasta el infinito. Me revolqué en la fina arena suelta, arremolinándola en grandes columnas. ¡Qué danza aquélla! Habrías visto cómo el dromedario cogía miedo, y el mercader se tapaba la cabeza con el caftán, arrodillándose ante mí como ante Alá, su dios. Quedaron sepultados, cubiertos por una pirámide de arena. Cuando soplé de nuevo por aquellos lugares, el sol blanqueará sus huesos, y los viajeros verán que otros hombres estuvieron allí antes que ellos. De otro modo nadie lo creería, en el desierto. -Así, sólo has cometido tropelías -dijo la madre-. ¡Al saco! Y en un abrir y cerrar de ojos agarró al viento del Sur por el cuerpo y lo metió en el saco. El prisionero se revolvía en el suelo, pero la mujer se le sentó encima, y hubo de quedarse quieto. -¡Qué hijos más traviesos tienes! -observó el príncipe. -¡Y que lo digas! -asintió la madre-; pero yo puedo con ellos. ¡Ahí tenemos al cuarto! Era el viento de Levante y vestía como un chino.
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