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Lo amargo se ha evaporado; el conjunto resulta muy agradable. Van y vienen los días, cada vez más claros y alegres, hasta que -sí, dicho y escrito está- llegará uno en que todo habrá terminado para mí, aunque no del todo. Me derribarán para reconstruirme, nuevo y mejor. Desapareceré, pero seguiré viviendo. Seré distinto y, no obstante, seré el mismo. Esto me resulta muy difícil de comprender, pese a toda mi ilustración y a que me iluminan el sol, la luna, la estearina, el aceite y el sebo. Mis viejas paredes y habitaciones volverán a alzarse de entre los escombros. Espero que conservaré mis antiguos pensamientos: el molinero, la madre, los mayores y los chicos, la familia, como los llamo en conjunto, uno y, sin embargo, tantos, todo el conjunto de pensamientos, que ya me es imprescindible. Y tengo que seguir también siendo yo mismo, con la rueda en el pecho, las alas sobre la cabeza, la galería en torno al estómago; de otro modo no me reconocería, y tampoco me reconocerían los demás, y no podrían decir: «Ahí tenemos el molino en la colina, tan apuesto pero nada orgulloso». Todo esto dijo el molino, y muchas cosas más; pero lo más importante es lo que hemos apuntado. Y vinieron los días y se fueron, hasta que llegó el último. Estalló un incendio en el molino; se elevaron las llamas, proyectándose hacia fuera y hacia dentro, lamiendo las vigas y planchas y devorándolas. Se desplomó el edificio, y no quedó de él más que un montón de cenizas. De él se levantaba una columna de humo, que el viento dispersó. Lo que de vivo había en el molino, vivo quedó, y, en vez de sufrir daños, más bien salió ganando. La familia del molinero, un alma con muchos pensamientos, se construyó un molino nuevo y hermoso para su servicio, de aspecto exactamente igual al anterior, por lo que la gente decía: «Ahí está el molino de la colina, altivo y apuesto». Pero estaba mejor construido, más a la moderna, pues los tiempos progresan. Los viejos maderos, carcomidos y esponjosos, yacían convertidos en polvo y ceniza; el cuerpo del molino no volvió a levantarse, como él había creído; había dado fe a las palabras, pero no hay que tomar las cosas tan al pie de la letra. (Autor: Hans Christian Andersen) |