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¿Dónde había ido a parar? Daba exactamente la impresión de cuando se vuelve la página de un libro. Y hete aquí una anciana, una escardadera venida de Sorö, donde la hierba crece en la plaza del mercado. Llevaba su delantal de tela gris sobre la cabeza y colgándole de la espalda; estaba muy mojado: seguramente había llovido. -Sí que ha llovido -dijo la mujer, y le contó muchas cosas divertidas de las comedias de Holberg, así como de Waldemar y Absalón. Pero de pronto se encogió toda ella y se puso a mover la cabeza como si quisiera saltar. -¡Cuac! -dijo- está mojado, está mojado; hay un silencio de muerte en Sorö. Se había transformado en rana; ¡cuac!, y luego otra vez en una vieja. -Hay que vestirse según el tiempo -dijo-. ¡Está mojado, está mojado! Mi ciudad es como una botella: se entra por el tapón y luego hay que volver a salir. Antes tenía yo corpulentas anguilas en el fondo de la botella, y ahora tengo muchachos robustos, de coloradas mejillas, que aprenden la sabiduría: ¡griego, hebreo, cuac, cuac! Sonaba como si las ranas cantasen o como cuando caminas por el pantano con grandes botas. Era siempre la misma nota, tan fastidiosa, tan monótona, que Tuk acabó por quedarse profundamente dormido, y le sentó muy bien el sueño, porque empezaba a ponerse nervioso. Pero aun entonces tuvo otra visión, o lo que fuera. Su hermanita Gustava, la de ojos azules y cabello rubio ensortijado, se había convertido en una esbelta muchacha, y sin tener alas podía volar. Y he aquí que los dos volaron por encima de Zelanda, por encima de sus verdes bosques y azules lagos. -¿Oyes cantar el gallo, Tuquito? ¡Quiquiriquí! Las gallinas salen volando de Kjöge. ¡Tendrás un gallinero, un gran gallinero! No padecerás hambre ni miseria. Cazarás el pájaro, como suele decirse; serás un hombre rico y feliz. Tu casa se levantará altivamente como la torre del rey Waldemar, y estará adornada con columnas de mármol como las de Prastö. Ya me entiendes. Tu nombre famoso dará la vuelta a la Tierra, como el barco que debía partir de Korsör y en Roeskilde. ¡No te olvides de los Estados!, dijo el rey Hroar; hablarás con bondad y talento, Tuquito, y cuando desciendas a la tumba, reposarás tranquilo... -¡Como si estuviese en Sorö! -dijo Tuk, y se despertó. Brillaba la luz del día, y el niño no recordaba ya su sueño; pero era mejor así, pues nadie debe saber cuál será su destino. Saltó de la cama, abrió el libro y en un periquete se supo la lección. La anciana lavandera asomó la cabeza por la puerta y, dirigiéndole un gesto cariñoso, le dijo: -¡Gracias, hijo mío, por tu ayuda! Dios Nuestro Señor haga que se convierta en realidad tu sueño más hermoso.
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