¡Ya lo tenemos! ¡Qué fuerza para un animal tan pequeño! Ahora que caigo en ello, no es la primera vez que lo oigo. -No, eso es una vaca que muge -dijo la fregona Aún tenemos que andar mucho. Luego oyeron las ranas croando en una charca. -¡Magnífico! -exclamó un cortesano-. Ya lo oigo, suena como las campanillas de la iglesia. -No, eso son ranas -contestó la muchacha-. Pero creo que no tardaremos en oírlo. Y en seguida el ruiseñor se puso a cantar. -¡Es él! -dijo la niña-. ¡Escuchen, escuchen! ¡Allí está! -y señaló un avecilla gris posada en una rama. -¿Es posible? -dijo el mayordomo-. Jamás lo habría imaginado así. ¡Qué vulgar! Seguramente habrá perdido el color, intimidado por unos visitantes tan distinguidos. -Mi pequeño ruiseñor -dijo en voz alta la muchachita-, nuestro gracioso Soberano quiere que cantes en su presencia. -¡Con mucho gusto! - respondió el pájaro, y reanudó su canto que daba gloria oírlo. -¡Parecen campanitas de cristal! -observó el mayordomo. -¡Miren cómo se mueve su garganta! Es raro que nunca lo hubiésemos visto. Causará sensación en la Corte. -¿Quieren que vuelva a cantar para el Emperador? -preguntó el pájaro, pues creía que el Emperador estaba allí. -Mi pequeño y excelente ruiseñor -dijo el mayordomo- tengo el honor de invitarlo a una gran fiesta en palacio esta noche, donde podrá deleitar con su magnífico canto a Su Imperial Majestad. -Suena mejor en el bosque -objetó el ruiseñor; pero cuando le dijeron que era un deseo del Soberano, los acompañó gustoso. En palacio todo había sido pulido y fregado. Las paredes y el suelo, que eran de porcelana, brillaban a la luz de millares de lámparas de oro; las flores más exquisitas, con sus campanillas, habían sido colocadas en los corredores; las idas y venidas de los cortesanos producían tales corrientes de aire que las campanillas no cesaban de sonar y uno no oía ni su propia voz. En medio del gran salón donde el Emperador estaba, habían puesto una percha de oro para el ruiseñor. Toda la Corte estaba presente, y la pequeña fregona había recibido autorización para situarse detrás de la puerta, pues tenía ya el título de cocinera de la Corte. Todo el mundo llevaba sus vestidos de gala, y todos los ojos estaban fijos en la avecilla gris, a la que el Emperador hizo signo de que podía empezar. El ruiseñor cantó tan deliciosamente que las lágrimas acudieron a los ojos del Soberano; y cuando el pájaro las vio rodar por sus mejillas, volvió a cantar mejor aún, hasta llegarle al alma.
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