La gallina la miró primero con un ojo y luego con el otro, insegura de lo que saldría de tanto meneo. -No lleva buenas intenciones -pensó la gallina, y levantó la cabeza, dispuesta a zampársela. El sapo, lleno de compasión, pegó un saltito hacia la gallina. -¡Ah!, ¡conque tienes guardianes! -dijo la gallina-. ¡Qué bicho tan feo! Y le volvió la espalda. -Bien pensado ese animalito verde no vale la pena. Es peludo y me haría cosquillas en el cuello. Las demás gallinas pensaron que tenía razón, y se alejaron presurosas. -¡Por fin libre! -suspiró la oruga-. Lo importante es no perder la presencia de ánimo. Pero ahora queda lo más difícil: volver a subirme a la hoja de col. ¿Dónde está? El sapito se le acercó para expresarle su simpatía, contento de haber asustado a las gallinas con su fealdad. -¿Qué se cree usted? -dijo la oruga-. Yo sola me basté para salir de apuros. ¡Uf, qué mala facha tiene usted! ¿Permite que me retire a mi propiedad? Huelo a col. Estoy cerca de mi hoja. Nada hay tan hermoso como estar en casa. Voy a ver si puedo subirme. -Sí, arriba -dijo el sapo-, siempre arriba. Ésta piensa como yo. Sólo que hoy está de mal temple; será seguramente por el susto que se ha llevado. Todos queremos subir, siempre subir. Y levantó la mirada hasta donde podía alcanzar. La cigüeña estaba en su nido, en el tejado de la casa de campo; castañeteó con el pico, y la hembra le respondió en el mismo lenguaje. «¡Qué altos viven! -pensó el sapo-. ¡Quién pudiera llegar hasta allá». En la granja vivían dos jóvenes estudiantes, uno de ellos poeta, el otro naturalista. El primero cantaba con alegría todas las maravillas de la Creación; en versos sonoros y armoniosos describía las impresiones que las obras de Dios dejaban en su corazón. El segundo iba a las cosas en sí, cortaba por lo sano cuando era necesario. Consideraba la creación divina como una gran operación de cálculo, restaba, multiplicaba, quería conocerlo todo por dentro y por fuera y hablar de todo con justo criterio, y lo hacía con alegría y talento. Uno y otro eran hombres buenos y piadosos. -Ahí tenemos un bonito ejemplar de sapo -dijo el naturalista. Voy a ponerlo en alcohol. -Pero si tienes ya dos -protestó el poeta-. ¿Por qué no lo dejas tranquilo, que goce de su vida? -¡Pero es horriblemente feo! -dijo el otro.
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