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       El torero Olé. (1)
         
      

    -¡En el mundo todo es subir y bajar, y bajar y subir! Yo no puedo subir ya más arriba -dijo el torrero Ole-. Arriba y abajo, abajo y arriba; la mayoría han de pasar por ello. A fin de cuentas, todos acabamos siendo torreros, para ver desde lo alto la vida y las cosas.

    Así hablaba Ole en su torre, mi amigo el viejo vigía, un hombre jovial, que parecía decir todo lo que llevaba dentro, pero que, sin embargo, se guardaba muchas cosas y muy serias en el fondo del corazón. Era hijo de buena familia, afirmaban algunos. Según ellos, era hijo de un consejero diplomático o podía haberlo sido. Había estudiado, había llegado a profesor auxiliar y a ayudante de sacristán, pero, ¿de qué servía todo eso? Cuando vivía en casa del sacristán, todo lo tenía gratis. Era joven y guapo, según dicen. Quería limpiarse las botas con crema brillante, pero el sacristán sólo le daba betún ordinario; por eso estalló la desavenencia entre ellos.

    Uno habló de avaricia, el otro de vanidad, el betún fue el negro motivo de la enemistad, y así se separaron. Pero lo que había exigido al sacristán, lo exigía a todo el mundo: crema brillante; y le daban siempre vulgar betún. Por eso huyó de los hombres y se hizo ermitaño; pero en una ciudad, un puesto de ermitaño que al mismo tiempo permita ganarse la vida sólo se encuentra en un campanario. A él se subió, pues, y se instaló, fumando su pipa en su solitaria morada, mirando arriba y abajo, reflexionando sobre lo que veía y contando a su manera lo que había visto y lo que no, lo que había leído en los libros y dentro de sí mismo. Yo le prestaba con frecuencia algo que leer, libros recomendables: «Dime con quién andas y te diré quién eres». No daba un maravedí por las novelas para institutrices inglesas, ni por las francesas, compuestas de una mezcla de aire y tallos de rosa; lo que quería eran relatos vividos, libros sobre las maravillas de la Naturaleza. Yo lo visitaba por lo menos una vez al año, generalmente los primeros días de enero; el cambio de año siempre solía sugerirle algún pensamiento nuevo e interesante.

    Les relataré dos de mis visitas, y me atendré a sus palabras lo más fielmente que pueda.


    Primera visita

    Entre los libros que últimamente había prestado a Ole, había uno sobre el sílice que le había interesado y divertido de una manera especial.

    -Son unos verdaderos matusalenes esos sílices -dijo-, y pasamos junto a ellos sin prestarles la menor atención. También yo lo he hecho en el campo y en la playa, donde están a montones. Caminamos sobre los adoquines, sin pensar en que son vestigios de la más remota antigüedad. Yo mismo lo he hecho. Pero desde ahora, cada losa puede contar con todos mis respetos.

      

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