Miró atrás, y la fragancia de la aspérula y la aún más intensa de la madreselva y la violeta, subieron hasta ella; y el roble creyó, oír la llamada del cuclillo. Y he aquí que empezaron a destacar por entre las nubes las verdes cimas del bosque, y el roble vio cómo crecían los demás árboles hasta alcanzar su misma altura. Las hierbas y matas subían también; algunas se desprendían de las raíces, para encaramarse más rápidamente. El abedul fue el más ligero; cual blanco rayo proyectó a lo alto su esbelto tronco, mientras las ramas se agitaban como un tul verde o como banderas. Todo el bosque crecía, incluso la caña de pardas hojas, y las aves seguían cantando, y en el tallito que ondeaba a modo de una verde cinta de seda, el saltamontes jugaba con el ala posada sobre la pata. Zumbaban los abejorros y las abejas, cada pájaro entonaba su canción, y todo era melodía y regocijo en las regiones del éter. -Pero también deberían participar la florecilla del agua -dijo el roble-, y la campanilla azul, y la diminuta margarita. Sí, el roble deseaba que todos, hasta los más humildes, pudiesen tomar parte en la fiesta. -¡Aquí estamos, aquí estamos! -se oyó gritar. -Pero la hermosa aspérula del último verano (el año pasador hubo aquí una verdadera alfombra de lirios de los valles) y el manzano, silvestre, ¡tan hermoso como era!, y toda la magnificencia de años atrás... ¡qué lástima que haya muerto todo, y no puedan gozar con nosotros! -¡Aquí estamos, aquí estamos! –se oyó el coro, más alto aún que antes. Parecía como si se hubiesen adelantado en su vuelo. -¡Qué hermoso! -exclamó, entusiasmado, el viejo roble ¡Los tengo a todos, grandes y chicos, no falta ni uno! ¿Cómo es posible tanta dicha? -En el reino de Dios todo es posible –se oyó una voz. Y el árbol, que seguía creciendo incesantemente, sintió que las raíces se soltaban de la tierra. -Esto es lo mejor de todo -exclamó el árbol-. Ya no me sujeta nada allá abajo. Ya puedo elevarme hasta el infinito en la luz y la gloria. Y me rodean todos los que quiero, chicos y grandes. -¡Todos! Éste fue el sueño del roble; y mientras soñaba, una furiosa tempestad se desencadenó por mar y tierra en la santa noche de Navidad. El océano lanzaba terribles olas contra la orilla, crujió el árbol y fue arrancado de raíz, precisamente mientras soñaba que sus raíces se desprendían del suelo. Sus trescientos sesenta y cinco años no representaban ya más que el día de la efímera. La mañana de Navidad, cuando volvió a salir el sol, la tempestad se había calmado.
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