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Todas las campanas doblaban en son de fiesta, y de todas las chimeneas, hasta la del jornalero, que era la más pequeña y humilde, se elevaba el humo azulado, como del altar en un sacrificio de acción de gracias. El mar se fue también calmando progresivamente, y en un gran buque que aquella noche había tenido que capear el temporal, fueron izados los gallardetes. -¡No está el árbol, el viejo roble que nos señalaba la tierra! -decían los marinos-. Ha sido abatido en esta noche tempestuosa. ¿Quién va a sustituirlo? Nadie podrá hacerlo. Tal fue el panegírico, breve pero efusivo, que se dedicó al árbol, el cual yacía tendido en la orilla, bajo un manto de nieve. Y sobre él resonaba un solemne coro procedente del barco, una canción evocadora de la alegría navideña y de la redención del alma humana por Cristo, y de la vida eterna: Regocíjate, grey cristiana. Vamos ya a bajar anclas. Nuestra alegría es sin par. ¡Aleluya, aleluya! Así decía el himno religioso, y todos los tripulantes se sentían elevados a su manera por el canto y la oración, como el viejo roble en su último sueño, el sueño más bello de su Nochebuena. (Autor: Hans Christian Andersen) |