Y el soldado le cercenó la cabeza y dejó en el suelo el cadáver de la bruja. Puso todo el dinero en su delantal, se lo colgó de la espalda como un hato, guardó también el yesquero y se encaminó directamente a la ciudad. Era una población magnífica, y nuestro hombre entró en la mejor de sus posadas y pidió la mejor habitación y sus platos preferidos, pues ya era rico con tanto dinero. Al criado que recibió orden de limpiarle las botas se le ocurrió que eran muy viejas para tan rico caballero; pero es que no se había comprado aún unas nuevas. Al día siguiente adquirió unas botas como Dios manda y vestidos elegantes. Y ahí tienen al soldado convertido en un gran señor. Le contaron todas las magnificencias que contenía la ciudad, y le hablaron del Rey y de lo preciosa que era la princesa, su hija. -¿Dónde se puede ver? -preguntó el soldado. -No hay medio de verla -le respondieron-. Vive en un gran palacio de cobre, rodeado de muchas murallas y torres. Nadie, excepto el Rey, puede entrar y salir, pues existe la profecía de que la princesa se casará con un simple soldado, y el Monarca no quiere pasar por ello. «Me gustaría verla», pensó el soldado; pero no había modo de obtener una autorización. El hombre llevaba una gran vida: iba al teatro, paseaba en coche por el parque y daba mucho dinero a los pobres, lo cual decía mucho en su favor. Se acordaba muy bien de lo duro que es no tener una perra gorda. Ahora era rico, vestía hermosos trajes e hizo muchos amigos, que lo consideraban como persona excelente, un auténtico caballero, lo cual gustaba al soldado. Pero como cada día gastaba dinero y nunca ingresaba un céntimo, al final le quedaron sólo dos ochavos. Tuvo que abandonar las lujosas habitaciones a que se había acostumbrado y alojarse en la buhardilla, en un cuartucho sórdido bajo el tejado, limpiarse él mismo las botas y coserlas con una aguja saquera. Y sus amigos dejaron de visitarlo; ¡había que subir tantas escaleras!. Un día, ya oscurecido, se encontró con que no podía comprarse ni una vela, y entonces se acordó de un cacho de yesca que había en la bolsita sacada del árbol de la bruja. Buscó la bolsa y sacó el trocito de yesca; y he aquí que al percutirla con el pedernal y saltar las chispas, se abrió súbitamente la puerta y se presentó el perro de ojos como tazas de café que había encontrado en el árbol, diciendo: -¿Qué manda mi señor? -¿Qué significa esto? -inquirió el soldado-. ¡Vaya yesquero gracioso, si con él puedo obtener lo que quiera! -Tráeme un poco de dinero -ordenó al perro; éste se retiró, y estuvo de vuelta en un santiamén con un gran bolso de dinero en la boca.
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