Pasaron días y semanas; poco a poco fue dejándose sentir el calor con intensidad creciente; oleadas ardorosas corrían por las mieses, cada día más amarillas. El loto blanco del Norte desplegaba sus grandes hojas verdes en la superficie de los lagos del bosque, y los peces buscaban la sombra debajo de ellas, y en la parte umbría de la selva -donde el sol daba en la pared del cortijo enviando su calor a las abiertas rosas, y los cerezos aparecían cuajados de sus frutos jugosos, negros y casi ardientes- estaba la espléndida esposa del Verano, aquella que conocimos de niña y de novia. Miraba las oscuras nubes que se remontaban en el espacio, en formas ondeadas como montañas, densas y de color azul negruzco.
Acudían de tres direcciones distintas; como un mar petrificado e invertido, descendían gradualmente hacia el bosque, donde reinaba un silencio profundo, como provocado por algún hechizo; no se oía ni el rumor de la más leve brisa, ni cantaba ningún pájaro. Había una especie de gravedad, de expectación en la Naturaleza entera, mientras en los caminos y atajos todo el mundo corría, en coche, a caballo o a pie, en busca de cobijo. De pronto fulguró un resplandor, como si el sol estallase, deslumbrante y abrasador; y al instante pareció como si las tinieblas se desgarraran, con un estruendo retumbante; la lluvia empezó a caer a torrentes; alternaban la noche y la luz, el silencio y el estrépito. Las tiernas cañas del pantano, con sus hojas pardas, se movían a grandes oleadas, las ramas del bosque se ocultaban en el seno de la húmeda niebla, y volvían la luz y las tinieblas, el silencio y el estruendo. La hierba y las mieses yacían abatidas, como arrasadas por la corriente; daban la impresión de que no volverían a levantarse.
De repente, el diluvio se disolvió en una lluvia tenue, brilló el sol, y en tallos y hojas refulgieron como perlas las gotas de agua, los pájaros se pusieron a cantar, los peces remontaron raudos la corriente, y los mosquitos reanudaron sus danzas; y allá, sobre una piedra, en medio de las agitadas aguas salobres del mar, apareció sentado el Verano en persona, robusto, de miembros fornidos, con el cabello empapado y goteante... rejuvenecido por aquel fresco baño, y secándose al sol. Toda la Naturaleza en torno parecía remozada, todo se levantaba lozano, vigoroso y bello: era el Verano, el verano cálido y esplendoroso.
Y era suave y fragante el olor que exhalaban los opulentos campos de trébol; las abejas zumbaban en torno al viejo anfiteatro; los zarcillos de la zarzamora se enroscaban en el antiguo altar, que, lavado por la lluvia, relucía ahora bajo el sol. A él se dirigía la reina de las abejas con su enjambre, para depositar la miel y su cera. Nadie lo vio, aparte el Verano y su animosa mujer; para ella ponían la mesa del altar, cubriéndola con los dones de la Naturaleza.