La jaula estaba sobre la cómoda, y el gato, sentado en el suelo, miraba fijamente al pájaro con sus ojos amarilloverdosos. Había algo en la cara del felino que parecía decir al pájaro: «¡Qué apetitoso estás! ¡Cuán a gusto te comería!». Hans lo comprendió. Lo leyó en la cara del gato. ¡Fuera, gato! -gritó-. ¡Lárgate del cuarto! Habríase dicho que el animal se arqueaba para saltar. Hans no podía alcanzarlo, y sólo tenía para arrojarle su mayor tesoro: el libro de cuentos. Se lo tiró, pero se soltó la encuadernación, que voló hacia un lado, mientras el cuerpo del volumen, con todas las hojas dispersas, lo hacía hacia el opuesto. El gato retrocedió un poco con pasos lentos y mirando a Hans, como diciéndole: -¡No te metas en mis asuntos, Hans! Yo puedo andar y saltar, y tú no. Hans no apartaba la mirada del gato, sintiendo una gran inquietud; también el pájaro parecía alarmado. No había nadie a quien poder llamar; parecía como si el gato lo supiera. Volvió a agacharse para saltar, y Hans agitó la manta de la cama, pues las manos sí podía moverlas. Mas el felino no se preocupaba de la manta, y cuando se la arrojó el muchacho, de un brinco se subió a la silla y al antepecho de la ventana, con lo cual quedó aún más cerca del pajarillo. Hans sentía cómo la sangre le bullía en el cuerpo, pero no pensaba en ella, sino sólo en el gato y en el pájaro. Fuera del lecho, el niño no podía valerse, pues las piernas no lo sostenían. Sintió que le daba un vuelco el corazón cuando vio el gato saltar del antepecho de la ventana y chocar con la jaula, que se cayó, con el avecilla aleteando espantada en su interior. Hans lanzó un grito, sintió una sacudida en todo su cuerpo y, maquinalmente, bajó de la cama y se fue a la cómoda, donde, echando al gato, cogió la jaula con el asustado pájaro, y con ella en la mano se echó a correr a la calle. Con lágrimas en los ojos se puso a gritar: -¡Puedo andar, puedo andar! Acababa de recobrar la salud. Es una cosa que puede suceder y que le sucedió a él. El maestro vivía a poca distancia, y el niño se dirigió corriendo a su casa, descalzo, sin más prendas que la camisa y la chaqueta, siempre con la jaula en la mano. -¡Puedo andar! -gritaba-. ¡Señor Dios mío! -sollozaba y lloraba de pura alegría. La hubo, y grande, en la morada de Garten-Ole y Garten-Kirsten. -¡Qué cosa mejor podíamos esperar en nuestra vida! -decían los dos. Hans fue llamado a la mansión de los señores; hacía muchos años que no había recorrido aquel camino, y le pareció como si los árboles y los avellanos, que tan bien conocía, lo saludaran y dijeran: «¡Buenos días, Hans! Bienvenido al aire libre».
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