Formaban una magnífica pareja, y ella era un buen partido. «Soy yo quien lo ha hecho» -pensó el cardo, refiriéndose a la flor que había dado para el ojal-. Y cada nueva yema que se abría hubo de escuchar el acontecimiento”. «No hay duda de que me trasplantarán al jardín -se decía el cardo-. Tal vez me pongan en una maceta, bien apretadita. Eso sí que sería un gran honor». Y la planta lo deseaba con tanto afán, que exclamó, persuadida: -¡Iré a una maceta! Prometió a cada florecita que nacía de su pie, que iría también a la maceta y quizás al ojal, que es lo más alto a que se puede aspirar. Pero ninguna fue a parar al tiesto, y no digamos ya al ojal. Bebieron aire y luz, lamieron los rayos del sol durante el día y el rocío durante la noche, florecieron, recibieron la visita de abejas y tábanos que buscaban la miel contenida en la flor y se alejaban después de tomarla. -¡Banda de ladrones! -exclamó el cardo-. Si pudiese ensartaros... Pero no puedo. Las flores agacharon la cabeza y se marchitaron, pero brotaron otras nuevas. -Llegáis a punto -dijo el cardo-. Estoy esperando de un momento a otro que nos pasen al otro lado de la valla. Unas margaritas inocentes y un llantén escuchaban atónitos y admirados, creyendo todo lo que decía. El viejo asno de la lechera miraba furtivamente el cardo desde el borde del camino, pero la cuerda era demasiado corta para llegar hasta él. El cardo estuvo tanto tiempo pensando en el de Escocia, a cuya familia pertenecía, que acabó creyendo que también él había venido de aquel país y que sus padres figuraban en el escudo del reino. Eran pensamientos elevados, como un gran cardo como aquél bien puede tener de cuando en cuando. -A veces ocurre que uno es de buena familia sin saberlo -dijo la ortiga que crecía a su lado; también ella tenía cierto presentimiento de que, debidamente tratada, podía llegar a dar una fina muselina, de la que usan las reinas. Pasó el verano y luego el otoño. Las hojas de los árboles cayeron, las flores adquirieron colores más brillantes, pero exhalaban menos aroma. El mozo jardinero cantaba en el jardín, por encima del vallado: Cuesta abajo y cuesta arriba, así es toda la vida.
|