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    Portada::Ménú General::Cuentos y Fabulas::Hans Christian Andersen

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       Lo que contaba la vieja Juana. (11)
         
      

    Si se hubiese caído con la cabeza donde le quedaron los pies, no se habría vuelto a levantar; la lenteja de agua habría sido su mortaja.

    Al hacerse de día, Juana volvió a casa del sastre; ella fue su amparo, lo llevó al hospital.

    -Nos conocimos de niños -le dijo-. Tu madre me dio muchas veces de comer y de beber, y nunca se lo agradeceré bastante. Tú recobrarás la salud, volverás a ser un hombre y a vivir.

    Y Dios dispuso que siguiera viviendo, pero la salud y las facultades se habían perdido para siempre.

    Volvieron las golondrinas, reanudaron sus vuelos y se marcharon de nuevo una y otra vez. Rasmus envejeció antes de tiempo. Vivía solo en su casa, que iba decayendo visiblemente. Era pobre, más aún que Juana.

    -No tienes fe -le decía ella-. Si no fuese por Dios, ¡qué nos quedaría! Tendrías que ir a tomar la comunión. Seguramente no has vuelto desde que te confirmaron.

    -¡Bah! ¡Qué más da! -replicó él.

    -Si dices lo que piensas, déjalo. El Señor no quiere a su mesa invitados forzados. Pero piensa en tu madre y en tu niñez. Eras un muchacho bueno y piadoso. ¿Quieres que te cante una canción de infancia?

    -¡Qué más da! -replicó él.

    -A mí siempre me consuela -dijo ella.

    -Juana, eres una santa.

    Y la miró con ojos cansados y apagados.

    Juana cantó la canción, pero no leyéndola de un libro, pues no tenía ninguno, sino de memoria.

    -¡Qué palabras más hermosas! -dijo él-. Pero no he podido seguirlas bien. ¡Tengo la cabeza tan pesada!

    Rasmus era ya viejo, y Elsa no era joven tampoco. Nosotros mencionamos su nombre, aunque Rasmus no lo hacía nunca. Era ya abuela y tenía una nieta muy traviesa. La chiquilla jugaba con los otros niños del pueblo, y Rasmus se acercaba al grupo, apoyado en su bastón, y se quedaba parado mirándolos sonriente, como si su imaginación evocara tiempos pretéritos. La nietecita de Elsa gritaba, señalándolo:

    -¡Pobre Rasmus!

    Y las demás niñas seguían su ejemplo.

    -¡Pobre Rasmus! -repetían, y todas se ponían a perseguir al viejo con gran griterío.

    Fue un día gris y agobiante, al que siguieron otros muchos; pero después de los días agobiantes y grises, viene, al fin, uno de sol.

    Una magnífica mañana de Pentecostés, la iglesia apareció adornada con verdes ramas de abedul, que impregnaban el aire con los aromas del bosque, mientras el sol brillaba sobre los bancos.

      

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    Hans Christian Andersen

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