Ella lo hacía así, y las cosas marchaban bien. Los hijos crecieron, dejaron el nido, se fueron a tierras lejanas y salieron todos de buena índole. Rasmus era el menor, tan hermoso de niño, que uno de los más renombrados pintores de la ciudad se brindó a pintarlo, tal como había venido al mundo. El retrato estaba ahora en el palacio real; la propietaria lo había visto allí, y reconoció al pequeño Rasmus a pesar de ir en cueros. Pero llegaron malos tiempos. El sastre sufría de artritismo en las dos manos, se le formaron gruesos nódulos, y tanto los médicos como la curandera Stine se declararon impotentes. -¡No hay que desanimarse! -decía Maren-. De nada sirve agachar la cabeza. Puesto que las manos del padre no pueden ayudarnos, procuraré yo dar más ligereza a las mías. El pequeño Rasmus puede también tirar de la aguja. Se sentaba ya a la mesa de coser, cantando como una flauta; era un chiquillo muy alegre. Pero no debía quedarse todo el día sentado allí, decía la madre; habría sido un pecado contra el pequeño; tenía también que jugar y saltar. Juana, la hija del zuequero, era su mejor compañera de juego. Su familia era aún más pobre que la de Rasmus. No era bonita, y andaba descalza; llevaba los vestidos rotos, pues nadie cuidaba de ella, y jamás se le ocurría hacerlo ella misma; no era sino una niña, alegre como el pajarillo al sol de Nuestro Señor. Rasmus y Juana solían jugar junto a la piedra miliar bajo el corpulento sauce. El tenía grandes ideas; quería ser un buen sastre y vivir en la ciudad, donde había maestros que tenían diez oficiales en torno a su mesa; lo sabía por su padre. Allí se haría él oficial y luego maestro; Juana iría a visitarlo, y si sabía cocinar, prepararía la comida para los dos y tendría su propia habitación. A Juana le parecía todo aquello un tanto improbable, pero Rasmus no dudaba de que todo sucedería al pie de la letra. Y así se pasaban las horas bajo el viejo árbol, mientras el viento silbaba a través de sus ramas y hojas; era como si el viento cantara y el árbol recitara. En otoño caían las hojas, y la lluvia goteaba de las ramas desnudas. -¡Ya reverdecerán! -decía la mujer. -¡Qué más da! -replicaba el hombre-. Año Nuevo, nuevas preocupaciones para salir del paso. -Tenemos la despensa llena -observaba ella-. Y podemos dar gracias a la señora. Yo estoy sana y no me faltan energías. Sería un pecado quejamos. Las Navidades las pasaban los propietarios en su finca, pero a la semana después de Año Nuevo volvían a la ciudad, donde residían durante el invierno, contentos y satisfechos, asistiendo a bailes y fiestas, invitados incluso a palacio.
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