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    Portada::Ménú General::Cuentos y Fabulas::Hans Christian Andersen

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       Lo que contaba la vieja Juana. (4)
         
      

    La señora había recibido de Francia dos preciosos vestidos. Nunca la sastresa Maren había visto una tela, un corte y una costura como aquéllos. Pidió permiso a la propietaria para ir con su marido a ver los vestidos, pues para un sastre de pueblo era una cosa jamás vista.

    El hombre los examinó sin decir palabra, y, ya de vuelta en su casa, no hizo más comentario que su habitual:

    -¡Qué más da!

    Y por una vez, sus palabras eran sensatas.

    Los señores regresaron a la ciudad, donde se reanudaron los bailes y las fiestas; pero en medio de todas aquellos diversiones murió el anciano señor, y su esposa no pudo ya lucir sus magníficos vestidos. Quedó muy apesadumbrada y se puso de riguroso luto de pies a cabeza; no toleró ni una cinta blanca. Todos los criados iban de negro, e incluso el coche de gala fue recubierto de paño de este color.

    Una noche gélida, en que brillaba la nieve y centelleaban las estrellas, llegó de la ciudad la carroza fúnebre conduciendo el cadáver, que debía recibir sepultura en el panteón familiar del cementerio del pueblo.

    El administrador y el alcalde esperaban a caballo, sosteniendo antorchas encendidas, ante la puerta del camposanto. La iglesia estaba iluminada, y el sacerdote recibió el cadáver en la entrada del templo. Llevaron el féretro al coro, acompañado de toda la población. Habló el párroco y se cantó un coral.

    La señora se hallaba también presente en la iglesia; había hecho el viaje en el coche de gala cubierto de crespones; en la parroquia nunca habían presenciado un espectáculo semejante.

    Durante todo el invierno se estuvo hablando en el pueblo de aquella solemnidad fúnebre: el «entierro del señor».

    -En él se vio lo importante que era -comentaba la gente del pueblo-. Nació en elevada cuna, y fue enterrado con grandes honores.

    -¡Qué más da! -dijo el sastre-. Ahora no tiene ni vida ni bienes. A nosotros al menos nos queda una de las dos cosas.

    -¡No hables así! -le riñó Maren-. Ahora goza de vida eterna en el cielo.

    -¿Cómo lo sabes, Maren? -preguntó el sastre-. Un muerto es buen abono. Pero ése era demasiado noble para servir de algo en la tierra; tiene que reposar en la cripta.

    -¡No digas impiedades! -protestó Maren-. Te repito que goza de vida eterna.

    -¿Quién te lo ha dicho, Maren? -repitió el sastre.

      

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