Estaba enfermo y tuvo que acostarse; pero nosotros no creemos que fuera por culpa de la olla ni que ésta hubiera ejercido influencia alguna sobre él. Sólo la vieja Stine y Elsa lo creyeron, pero nunca hablaron de ello. Rasmus yacía enfermo de fiebre contagiosa; por eso nadie iba a la casa del sastre, excepto Juana, la hija del zuequero, la cual rompió a llorar al ver lo acabado que estaba el joven. El doctor le recetó algo de la farmacia, pero él se negó a tomar los medicamentos. -¡Qué más da! -dijo. -Tómalo y te curarás -le insistió su madre-. Confía en Dios y en ti mismo. Gustosa daría mi vida por verte otra vez con carnes en el cuerpo, cantando y silbando como antes. Rasmus salió de su enfermedad, pero su madre se contagió, y Dios la llamó a su seno en vez de a él. La casa quedó solitaria, solitaria y mísera. -¡Está agotado - decían en la parroquia-. ¡Pobre Rasmus! En el curso de sus viajes había llevado una vida desordenada. Aquello, y no la negra olla, fue lo que consumió su salud y puso la inquietud en su alma. El cabello se le aclaró y volvió gris; no hacía nada a derechas: -¡Qué más da! -decía. Iba más a la taberna que a la iglesia. Un anochecer de otoño se dirigía penosamente a su casa, bajo la lluvia y el viento, por el fangoso camino que conducía a la taberna. Hacía ya mucho tiempo que su madre reposaba en la sepultura. También se habían marchado las golondrinas, los estorninos y los fieles pájaros; pero Juana, la hija del zuequero, no se había ido. Fue a su encuentro y lo acompañó un trecho. -¡Haz un esfuerzo, Rasmus! -¡Qué más da! -respondió él. -¡No debes decir eso! -le riñó Juana-. Acuérdate de las palabras de tu madre: «Confía en Dios y en ti». No lo haces, Rasmus, y tendrías que hacerlo. Nunca digas: «¡Qué más da!»; así no harás nunca nada. No lo dejó hasta la puerta de su casa; pero él, en vez de entrar, se dirigió al viejo sauce, sentándose en el hito derribado. El viento silbaba entre las ramas del árbol; era como una canción, como un discurso. Rasmus respondió hablando en voz alta, pero nadie lo oyó, aparte el árbol y el viento. -¡Qué frío! Es hora de acostarme. ¡Dormir, dormir! Y se fue, mas no a su casa, sino al estanque, donde cayó desfallecido. Llovía a torrentes, y el viento era helado, pero él no se daba cuenta. Cuando salió el sol, y las cornejas reanudaron su vuelo sobre el cañaveral, Rasmus despertó, medio muerto.
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