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       La carga ligera. (4)
         
      

    La segunda:

    - ‘Amo a mi padre como al vestido más hermoso.’

    Pero, la menor guardó silencio.

    - ‘¿Y tú,’ dijo su padre, ‘cómo me amas?’.

    - ‘No sé,’ respondió, ‘y no puedo comparar mi amor a nada.’ Pero el padre insistió en que designara un objeto. Al fin dijo:

    - ‘El mejor de los manjares no tiene gusto para mí si carece de sal; pues bien, yo amo a mi padre como a la sal.’

    - ‘Puesto que me amas como a la sal,’ recompensaré, ‘también tu amor con sal.’

    Repartió su reino entre sus dos hijas mayores, e hizo atar un saco de sal a la espalda de la más joven, y mandó dos criados que la condujesen a un bosque inculto. Todos nosotros hemos llorado y suplicado por ella, más no ha habido medio de apaciguar la cólera del rey. ¡Cuánto ha llorado, cuando ha tenido que separarse de nosotros!. Ha sembrado todo el camino con las perlas que han caído de sus ojos.

    El rey no ha tardado en arrepentirse de su crueldad, y ha hecho buscar a la pobre niña por todo el bosque, pero nadie ha podido encontrarla. Cuando pienso en si se le habrán comido las fieras salvajes no puedo vivir de tristeza; a veces me consuelo con la esperanza de que vive todavía y que está oculta en una caverna, o que ha encontrado un asilo entre personas caritativas. Pero lo que me admira es que cuando he abierto vuestra caja de esmeralda encerraba una perla semejante en todo a las que caían de los ojos de mi hija, por lo que podéis imaginar cuánto se ha conmovido a esta vista mi corazón.

    Es preciso que me digáis cómo habéis llegado a poseer esta perla.” El conde la refirió que la había recibido de la vieja del bosque que le había parecido ser una mujer extraña y tal vez hechicera, pero que no había visto ni oído nada que tuviera relación con su hija. El rey y la reina tomaron la resolución de ir a buscar a la vieja, esperando que allí donde se había encontrado la perla hallarían también noticias de su hija.

    Estaba la vieja en su soledad, sentada a la puerta junto a su rueca e hilaba. Era ya de noche, y algunas astillas que ardían en el hogar esparcían una débil claridad. De repente oyó ruido fuera: los gansos entraron del matorral a la habitación, dando el más ronco de sus gritos. Poco después entró la joven a su vez. Apenas la vieja la saludó y se contentó con menear un poco la cabeza. La joven se sentó a su lado, cogió su rueca y torció el hilo con la misma ligereza que hubiera podido hacerlo la muchacha más lista. Permanecieron dos horas así sentadas sin decirse una palabra. Sintieron por último ruido junto a la ventana y vieron brillar dos ojos de fuego. Era un mochuelo que gritó tres veces ¡hu! ¡hu! La vieja, sin levantar apenas los ojos, dijo:

    - “Ya es tiempo, hijo mía, de que salgas para hacer tu tarea.”

    Se levantó y salió. ¿Dónde iba? Lejos, muy lejos, al prado junto al valle. Llegó por último, orilla de una fuente, a cuyo lado se hallaban tres encinas. La luna, se mostraba redonda y llena encima de la montaña, y daba tanta luz, que se podía buscar un alfiler. La niña levantó una piel que cubría su rostro, se inclinó hacia la fuente y comenzó a lavarse. Cuando hubo concluido, metió la piel en el agua de la fuente para que blanquease y se secara a la luz de la luna. ¡Pero qué cambiada estaba la niña!. Nunca se ha visto nada semejante.



      

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