En el cuarto de un célebre erudito se hospedaba un ratón, ratón maldito, que no se alimentaba de otra cosa que de roerle siempre verso y prosa.
Ni de un gatazo el vigilante celo pudo llegarle al pelo, ni extrañas invenciones de varias e ingeniosas ratoneras, o el rejalgar en dulces confecciones curar lograron su incesante anhelo de registrar las doctas papeleras, y acribillar las páginas enteras.
Quiso luego la trampa que el perseguido autor diese a la estampa sus obras de elocuencia y poesía: y aquel bicho travieso, si antes el manuscrito le roía, mucho mejor roía ya lo impreso.
!Qué desgracia la mía! El literato exclama: ya estoy tan harto de escribir para gente roedora; y por no verme en esto, desde ahora papel blanco no más habrá en mi cuarto.
Yo haré que este desorden se corrija... Pero sí: la traidora sabandija, tan hecha a malas mañas, igualmente en el blanco papel hincaba el diente.
El autor, ya aburrido, echa en la tinta dosis competente de solimán molido escribe, yo no sé si en prosa o verso: devora, pues, el animal perverso, y revienta por fin... ¡Feliz receta!
Dijo entonces el crítico poeta: quien tanto roe, mire no le escriba con un poco de tinta corrosiva.
Bien hace quien su crítica modera, pero usarla conviene más severa contra censura injusta y ofensiva, cuando no hablar con sincero denuedo poca razón arguye, o mucho miedo.