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Pero había algo que casi era más hermoso todavía: el comerciante sabía contar historias de casi todas las cosas, incluso de sus turrones, y una velada explicó una que produjo tal impresión en los niños, que jamás pudieron olvidarla; por eso será conveniente que la oigamos también nosotros, tanto más, cuanto que es muy breve. -Sobre el mostrador -empezó el hombre- había dos moldes de alajú, uno en figura de un hombre con sombrero, y el otro en forma de mujer sin sombrero, pero con una mancha de oropel en la cabeza; tenían la cara de lado, vuelta hacia arriba, y había que mirarlos desde aquel ángulo y no del revés, pues jamás hay que mirar así a una persona. El hombre llevaba en el costado izquierdo una almendra amarga, que era el corazón, mientras la mujer era dulce toda ella. Estaban para muestra en el mostrador, y llevaban ya mucho tiempo allí, por lo que se enamoraron; pero ninguno lo dijo al otro, y, sin embargo, preciso es que alguien lo diga, si ha de salir algo de tal situación. «Es hombre, y por tanto, tiene que ser el primero en hablar», pensaba ella; no obstante, se habría dado por satisfecha con saber que su amor era correspondido. Los pensamientos de él eran mucho más ambiciosos, como siempre son los hombres; soñaba que era un golfo callejero y que tenía cuatro chelines, con los cuales se compraba la mujer y se la comía. Así continuaron por espacio de días y semanas en el mostrador, y cada día estaban más secos; y los pensamientos de ella eran cada vez más tiernos y femeninos: «Me doy por contenta con haber estado sobre la mesa con él», pensó, y se rompió por la mitad. «Si hubiese conocido mi amor, de seguro que habría resistido un poco más», pensó él. - Y ésta es la historia y aquí están los dos - dijo el turronero. - Son notables por su vida y por su silencioso amor, que nunca conduce a nada. ¡Vedlos ahí! - y dio a Juana el hombre, sano y entero, y a Knud, la mujer rota; pero a los niños les había emocionado tanto el cuento, que no tuvieron ánimos para comerse la enamorada pareja. Al día siguiente se dirigieron, con las dos figuras, al cementerio, y se detuvieron junto al muro de la iglesia, cubierto, tanto en verano como en invierno, de un rico tapiz de hiedra; pusieron al sol los pasteles, entre los verdes zarcillos, y contaron a un grupo de otros niños la historia de su amor, mudo e inútil, y todos la encontraron maravillosa; y cuando volvieron a mirar a la pareja de alajú, un muchacho grandote se había comido ya la mujer despedazada, y esto, por pura maldad. Los niños se echaron a llorar, y luego -y es de suponer que lo hicieron para que el pobre hombre no quedase solo en el mundo- se lo comieron también; pero en cuanto a la historia, no la olvidaron nunca.
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