Por eso quiere ir allá, pues tiene mucho miedo de hundirse. -¡Vaya, vaya! -exclamó el viejo-. ¿Esas tenemos? Pero, ¿y la séptima y última? -La sexta viene antes que la séptima -observó el rey de los elfos, pues sabía contar. Pero la sexta se negó a acudir. -Yo no puedo decir a la gente sino la verdad -dijo-. De mí nadie hace caso, bastante tengo con coser mi mortaja. Se presentó entonces la séptima y última. Y, ¿qué sabía? Pues sabía contar cuentos, tantos como se le pidieran. -Ahí tienes mis cinco dedos -dijo el viejo duende-. Cuéntame un cuento acerca de cada uno. La muchacha lo cogió por la muñeca, mientras él se reía de una forma que más bien parecía cloquear; y cuando ella llegó al dedo anular, en el que llevaba una sortija de oro, como si supiese que era cuestión de noviazgo, dijo el viejo duende: -Agárralo fuerte, la mano es tuya. ¡Te quiero a ti por mujer! La elfa observó que faltaban aún los cuentos del dedo anular y del meñique. -Los dejaremos para el invierno -replicó el viejo-. Nos hablarás del abeto y del abedul, de los regalos de los espíritus y de la helada crujiente. Tú te encargarás de explicar, pues allá arriba nadie sabe hacerlo como tú. Y luego nos entraremos en el salón de piedra, donde arde la astilla de pino, y beberemos hidromiel en los cuernos de oro de los antiguos reyes nórdicos. El Nöck me regaló un par, y cuando estemos allí vendrá a visitarnos el diablo de la montaña, el cual te cantará todas las canciones de las zagalas de la sierra. ¡Cómo nos vamos a divertir! El salmón saltará en la cascada, chocando contra las paredes de roca, pero no entrará. ¡Oh, sí, qué bien se está en la vieja y querida Noruega! Pero, ¿dónde se han metido los chicos? Eso es, ¿dónde se habían metido? Pues corrían por el campo, apagando los fuegos fatuos que acudían, bonachones, a organizar la procesión de las antorchas. -¿Qué significan estas corridas? -gritó el viejo duende-. Acabo de procurarles una madre, y ustedes pueden elegir a la que les guste de las tías. Pero los jóvenes replicaron que preferían pronunciar un discurso y brindar por la fraternidad. Casarse no les venía en gana. Y pronunciaron discursos, bebieron a la salud de todos e hicieron la prueba del clavo para demostrar que se habían zampado hasta la última gota. Quitándose luego las chaquetas, se tendieron a dormir sobre la mesa, sin preocuparse de los buenos modales.
|