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Los bodegueros deben esperar con agrado los años del cometa. Por espacio de dos semanas enteras el cielo estuvo nublado, y, a pesar de que el meteoro brillaba en el firmamento, no podía verse. El anciano maestro estaba en su pequeña vivienda contigua a la escuela. El reloj de Bornholm, heredado de sus padres, estaba en un rincón, pero las pesas de plomo no subían ni bajaban, ni el péndulo se movía; el cuclillo, que antaño salía a anunciar las horas, llevaba ya varios años encerrado, silencioso, en su casita. Todo en la habitación permanecía callado y mudo; el reloj no andaba. Mas el viejo piano, también del tiempo de los padres, tenía aún vida; las cuerdas aunque algo roncas podían tocar las melodías de toda una generación. El viejo recordaba muchas cosas, alegres y tristes, sucedidas durante todos aquellos años, desde que, siendo niño, viera el cometa, hasta su actual reaparición. Recordaba lo que su madre había dicho acerca de la viruta de la vela, y recordaba también las hermosas pompas de jabón, cada una de los cuales era un año -había dicho la mujer-, y ¡qué brillantes y ricas de colores! Todo lo bello y lo agradable se reflejaba en ellas: juegos de infancia e ilusiones de juventud, todo el vasto mundo desplegado a la luz del sol, aquel mundo que él quería recorrer. Eran burbujas del futuro. Ya viejo, arrancaba de las cuerdas del piano melodías del tiempo pasado: burbujas de la memoria, con las irisaciones del recuerdo. La canción de su madre mientras hacía calceta, el arrullo de la niñera... Ora sonaban melodías del primer baile, un minueto y una polca, ora notas suaves y melancólicas que hacían asomar las lágrimas a los ojos del anciano. Ya era una marcha guerrera, ya un cántico religioso, ya alegres acordes, burbuja tras burbuja, como las que de niño soplara en el agua jabonosa. Tenía fija la mirada en la ventana; por el cielo desfilaba una nube, y de pronto vio el cometa en el espacio sereno, con su brillante núcleo y su cabellera. Le pareció que lo había visto la víspera, y, sin embargo, mediaba toda una larga vida entre aquellos días y los presentes. Entonces era un niño, y las pompas le decían: «¡Adelante!». Hoy todo le decía: «¡Atrás!». Sintió revivir los pensamientos y la fe de su infancia, sus ojos brillaron, y su mano se posó sobre las teclas; el piano emitió un sonido como si saltara una cuerda. -¡Vengan a ver el cometa! -gritaban los vecinos-. El cielo está clarísimo. ¡Vengan a verlo! El anciano maestro no contestó; había partido para verlo mejor; su alma seguía una órbita mayor, en unos espacios más vastos que los que recorre el cometa. Y otra vez lo verán desde el rico palacio y desde la pobre buhardilla, desde el bullicio de la calle y desde el erial que cruza el viajero solitario.
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