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    Portada::Ménú General::Cuentos y Fabulas::Hans Christian Andersen

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       El gorro de dormir del solterón. (5)
         
      

    ¡Qué valiente estaba entonces! Tenía un aire tan resuelto, como cuando se reunía con otras niñas en el jardín, y todas se empeñaban en besarlo, precisamente porque él no se dejaba, y la emprendía a golpes, por lo que ninguna se atrevía a ello. Nadie excepto Molly, desde luego.

    -¡Yo puedo besarlo! -decía con orgullo, rodeándole el cuello con los brazos; en ello ponía su pundonor. Antón se dejaba, sin darle mayor importancia. ¡Qué bonita era, y qué atrevida! Dama Holle de la montaña debía de ser también muy hermosa, pero su belleza, se decía, era la engañosa belleza del diablo. La mejor hermosura era la de Santa Isabel, patrona del país, la piadosa princesa turingia, cuyas buenas obras eran exaltadas en romances y leyendas; en la capilla estaba su imagen, rodeada de lámparas de plata; pero Molly no se le parecía en nada.

    El manzano plantado por los dos niños iba creciendo de año en año, y llegó a ser tan alto, que hubo que trasplantarlo al aire libre, en el jardín, donde caí el rocío y el sol calentaba de verdad. Allí tomó fuerzas para resistir al invierno. Después del duro agobio de éste, parecía como si en primavera floreciese de alegría. En otoño dio dos manzanas, una para Molly y otra para Antón; menos no hubiese sido correcto.

    El árbol había crecido rápidamente, y Molly no le fue a la zaga; era fresca y lozana como una flor del manzano; pero no estaba él destinado a asistir por mucho tiempo a aquella floración. Todo cambia, todo pasa. El padre de Molly se marchó de la ciudad, y Molly se fue con él, muy lejos. En nuestros días, gracias al tren, sería un viaje de unas horas, pero entonces llevaba más de un día y una noche el trasladarse de Eisenach hasta la frontera oriental de Turingia, a la ciudad que hoy llamamos todavía Weimar.

    Lloró Molly, y lloró Antón; todas aquellas lágrimas se fundían en una sola, que brillaba con los deslumbradores matices de la alegría. Molly le había dicho que prefería quedarse con él a ver todas las bellezas de Weimar.

    Pasó un año, pasaron dos, tres, y en todo aquel tiempo llegaron dos cartas: la primera la trajo el carretero, la otra, un viajero. Era un camino largo, pesado y tortuoso, que serpenteaba por pueblos y ciudades.

    ¡Cuántas veces Antón y Molly habían oído la historia de Tristán o Isolda! Y cuán a menudo, al recordarla, había pensado en sí mismo y en Molly, a pesar de que Tristán significa, al parecer, «nacido en la aflicción», y esto no cuadraba para Antón. Por otra parte, éste nunca habría pensado, como Tristán: «Me ha olvidado». Y, sin embargo, Isolda no olvidaba al amigo de su alma, y cuando los dos hubieron muerto y fueron enterrados cada uno a un lado de la iglesia, los tilos plantados sobre sus tumbas crecieron por encima del tejado hasta entrelazar sus ramas.

      

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    Hans Christian Andersen

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