El hombre de nieve permaneció en su lugar todo el día, mirando por la ventana. Al anochecer, el aposento se volvió aún más acogedor. La estufa brillaba suavemente, más de lo que pueden hacerlo la luna y el sol, con aquel brillo exclusivo de las estufas cuando tienen algo dentro. Cada vez que le abrían la puerta escupía una llama; tal era su costumbre. El blanco rostro del hombre de nieve quedaba entonces teñido de un rojo ardiente, y su pecho despedía también un brillo rojizo. -¡No resisto más! -dijo-. ¡Qué bien le sienta eso de sacar la lengua! La noche fue muy larga, pero al hombre no se lo pareció. La pasó absorto en dulces pensamientos, que se le helaron dando crujidos. Por la madrugada, todas las ventanas del sótano estaban heladas, recubiertas de las más hermosas flores que nuestro hombre pudiera soñar; sólo que ocultaban la estufa. Los cristales no se deshelaban, y él no podía ver a su amada. Crujía y rechinaba; hacía un tiempo ideal para un hombre de nieve, y, sin embargo, el nuestro no estaba contento. Debería haberse sentido feliz, pero no lo era; sentía nostalgia de la estufa. -Es una mala enfermedad para un hombre de nieve -dijo el perro-. También yo la padecí un tiempo, pero me curé. ¡Fuera, fuera! Ahora tendremos cambio de tiempo. Y, efectivamente, así fue. Comenzó el deshielo. El deshielo aumentaba, y el hombre de nieve decrecía. No decía nada ni se quejaba, y éste es el más elocuente síntoma de que se acerca el fin. Una mañana se desplomó. En su lugar quedó un objeto parecido a un palo de escoba. Era lo que había servido de núcleo a los niños para construir el muñeco. -Ahora comprendo su anhelo -dijo el perro mastín-. El hombre tenía un atizador en el cuerpo. De ahí venía su inquietud. Ahora la ha superado. ¡Fuera, fuera! Y poco después quedó también superado el invierno. -¡Fuera, fuera! -ladraba el perro; pero las chiquillas, en el patio, cantaban: Brota, asperilla, flor mensajera; cuelga, sauce, tus lanosos mitones; cuclillo, alondra, envíennos canciones; febrero, viene ya la primavera. Cantaré con ustedes y todos se unirán al jubiloso coro. ¡Baja ya de tu cielo, oh, sol de oro! ¡Quién se acuerda hoy del hombre de nieve! (Autor: Hans Christian Andersen)
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