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    Portada::Ménú General::Cuentos y Fabulas::Hans Christian Andersen

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       El intrépido soldadito de plomo. (2)
         
      

    Era un juguete sorpresa.

    -Soldado de plomo -dijo el duende-, ¡no mires así!

    Pero el soldado se hizo el sordo.

    -¡Espera a que llegue la mañana, ya verás! -añadió el duende.

    Cuando los niños se levantaron, pusieron el soldado en la ventana, y, sea por obra del duende o del viento, se abrió ésta de repente, y el soldadito se precipitó de cabeza, cayendo desde una altura de tres pisos. Fue una caída terrible. Quedó clavado de cabeza entre los adoquines, con la pierna estirada y la bayoneta hacia abajo.

    La criada y el chiquillo bajaron corriendo a buscarlo; mas, a pesar de que casi lo pisaron, no pudieron encontrarlo. Si el soldado hubiese gritado: «¡Estoy aquí!», indudablemente habrían dado con él, pero le pareció indecoroso gritar, yendo de uniforme.

    He aquí que comenzó a llover; las gotas caían cada vez más espesas, hasta convertirse en un verdadero aguacero. Cuando aclaró, pasaron por allí dos mozalbetes callejeros.

    -¡Mira! -exclamó uno-. ¡Un soldado de plomo! ¡Vamos a hacerle navegar! Con un papel de periódico hicieron un barquito, y, embarcando en él. al soldado, lo pusieron en el arroyo; el barquichuelo fue arrastrado por la corriente, y los chiquillos seguían detrás de él dando palmadas de contento. ¡Dios nos proteja! ¡y qué olas, y qué corriente! No podía ser de otro modo, con el diluvio que había caído. El bote de papel no cesaba de tropezar y tambalearse, girando a veces tan bruscamente, que el soldado por poco se marea; sin embargo, continuaba impertérrito, sin pestañear, mirando siempre de frente y siempre arma al hombro.

    De pronto, el bote entró bajo un puente del arroyo; aquello estaba oscuro como en su caja.

    -«¿Dónde iré a parar? -pensaba-. De todo esto tiene la culpa el duende. ¡Ay, si al menos aquella muchachita estuviese conmigo en el bote! ¡Poco me importaría esta oscuridad!».

    De repente salió una gran rata de agua que vivía debajo el puente.

    -¡Alto! -gritó-. ¡A ver, tu pasaporte!

    Pero el soldado de plomo no respondió; únicamente oprimió con más fuerza el fusil.

    La barquilla siguió su camino, y la rata tras ella. ¡Uf! ¡Cómo rechinaba los dientes y gritaba a las virutas y las pajas:

    -¡Detenedlo, detenedlo! ¡No ha pagado peaje! ¡No ha mostrado el pasaporte!

    La corriente se volvía cada vez más impetuosa. El soldado veía ya la luz del sol al extremo del túnel.

      

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    Hans Christian Andersen

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