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    Portada::Ménú General::Cuentos y Fabulas::Hans Christian Andersen

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       El niño en la tumba. (2)
         
      

    Se abandonaba a su dolor, y éste la sacudía como el mar sacude la embarcación cuando ha perdido la vela y los remos. Así pasó el día del entierro, y siguieron otros, igualmente tristes y sombríos. Las niñas y el padre la miraban con ojos húmedos y expresión desolada, pero ella no oía sus palabras de consuelo. Por otra parte, ¿qué podían decirle cuando a todos les alcanzaba la misma desgracia?

    Sólo el sueño hubiera podido consolarla, mitigar en algo su pena, restituir las fuerzas a su cuerpo y la paz a su alma. Pero se diría que ya no lo conocía; a lo sumo, consentía en echarse en la cama, donde quedaba inmóvil como si durmiese. Una noche, su esposo, escuchando su respiración, creyó que por fin había encontrado alivio y reposo, por lo que, juntando las manos, rezó una oración y se quedó profundamente dormido. Por eso no se dio cuenta de que ella se levantaba y, después de vestirse, salía sigilosamente de la casa para dirigirse al lugar donde de día y de noche tenía fijo el pensamiento: junto a la tumba de su hijo. Atravesó el jardín que rodeaba la casa, salió al campo y tomó un sendero que, dejando a un lado la ciudad, conducía al cementerio. Nadie la vio, ni ella vio a nadie.

    Era una bella noche estrellada, con el aire aún cálido y suave, pues corría el mes de septiembre. La mujer entró en el cementerio y se encaminó hacia la pequeña sepultura, que parecía un enorme y fragante ramo de flores. Se sentó e inclinó la cabeza sobre la losa, como si a través de aquella delgada capa de tierra le fuese dado ver a su hijito, cuya cariñosa sonrisa guardaba grabada en la mente. No se le había borrado tampoco la hermosa expresión de sus ojos, incluso cuando el niño yacía en su lecho de muerte. ¡Qué expresiva había sido su mirada, cuando ella se agachaba sobre el pequeño y le cogía la manita, aquella manita que él no podía ya levantar! Como había permanecido sentada a la cabecera del lecho, así velaba ahora junto a su tumba; pero aquí las lágrimas fluían copiosas, cayendo sobre la sepultura.

    -¡Quisieras ir con tu hijo! -dijo de pronto una voz a su lado, una voz que sonó clara y grave y le penetró en el corazón. La mujer alzó la mirada y vio junto a ella a un hombre envuelto en un amplio manto funerario, con la capucha bajada sobre la cara. Pero ella le vio el rostro por debajo; era severo, y, sin embargo, inspiraba confianza; los ojos brillaban como si su dueño estuviese aún en los años de juventud.

    -¡Ir con mi hijo! -repitió ella, con acento de súplica desesperada.

    -¿Te atreverías a seguirme? -preguntó la figura-. ¡Soy la Muerte!

    La mujer inclinó la cabeza en señal de asentimiento, y de repente le pareció que todas las estrellas brillaban sobre su cabeza con el resplandor de la luna llena; vio la magnificencia de colores de las flores depositadas en la tumba, la tierra se abrió lenta y suavemente cual un lienzo flotante y la madre se hundió, mientras la figura extendía a su alrededor el negro manto.

      

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    Hans Christian Andersen

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