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    Portada::Ménú General::Cuentos y Fabulas::Hans Christian Andersen

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       El torero Olé. (3)
         
      

    Pero todo venía a ser lo mismo. Luego desfilaron en corrillos los que se imponen por su mucha labia; eran los que dan las grandes campanadas. Les siguieron los tamborileros menores, que lo pregonan todo en las familias. Allí se daban a conocer los que escriben sin dar su nombre, es decir, los que hacen pasar betún ordinario por crema brillante. Allí estaban el verdugo y su asistente, y éste era el más entusiasta, pues de otro modo no le habrían hecho caso. Y también estaba el buen basurero, que vierte el cubo y lo califica de «bueno, muy bueno, excelente».

    En medio de tanta diversión, pues todo el mundo debía divertirse, salió del pozo un tallo, un árbol, una flor monstruosa, un gran hongo, tan ancho como un tejado; era la cucaña de la respetable asamblea, de la que colgaba todo lo que había dado al mundo en el curso del año que acababa de transcurrir. De ella saltaban chispas como llamaradas; eran todos los pensamientos e ideas ajenos que ellos se habían apropiado, y que ahora se desprendían y salían despedidos como un castillo de fuegos artificiales. Se representó una mascarada, y los poetastros recitaron sus producciones. Los más graciosos hicieron juegos de palabras, pues no se toleraban cosas de menor categoría.

    Los chistes resonaban como si fueran golpes de ollas vacías contra la puerta. Según mi prima, fue divertidísimo. En realidad dijo muchas cosas más, tan maliciosas como entretenidas, pero me las callo, pues hay que ser buena persona, pero no charlatán. Por lo dicho se habrá hecho cargo de que, sabiendo lo que allí ocurre, es más que natural que cada noche de Año Nuevo uno esté atento para presenciar el desfile de la tropa salvaje. Si un año echo de menos algunos, otros ocupan su puesto. Pero esta vez no vi a ninguno de los invitados; los guijarros me transportaron a muchas leguas de ellos, a millones de años de distancia, contemplando cómo las piedras se soltaban con estrépito y marchaban a la deriva arrastradas por los hielos, mucho antes de que se hubiese construido el arca de Noé. Las veía caer al fondo y emerger de nuevo sobre un banco de arena que, sobresaliendo del agua, decía: «¡Esto será Zelanda!». Las vi convertirse en refugios de aves de especies desconocidas y de caudillos salvajes que aún conocemos menos, hasta que el hacha imprimió sus runas en algunas piedras, que luego pudieron servir para el cómputo del tiempo. Pero yo me había esfumado por completo, convertido en nada.

    Cayeron entonces tres, cuatro estrellas fugaces, magníficas y brillantes, y los pensamientos tomaron otra dirección. Usted sabrá seguramente lo que es una estrella fugaz. Pues los sabios no lo saben. Yo tengo mis ideas acerca de ellas, y de mis ideas parto. ¡Cuántas veces se pronuncia, con íntimo sentimiento de gratitud, el nombre del que ha creado cosas tan buenas y admirables! Con frecuencia la gratitud es silenciosa, pero no se pierde por ello.

      

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    Hans Christian Andersen

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