Era muy ágil de dedos, y sabía emplear las manos; confeccionaba calcetines de lana e incluso mantas. La señora había hecho gran encomio de ellas y las había comprado. Era un libro de cuentos el que acababan de regalar a Hans, y había en él mucho que leer, y mucho que invitaba a pensar. -De nada va a servirle -dijeron los padres-. Pero dejemos que lea, le ayudará a matar el tiempo. No siempre ha de estar haciendo calceta. Vino la primavera. Empezaron a brotar la hierba y las flores, y también los hierbajos, como se suele llamar a las ortigas a pesar de las cosas bonitas que de ellas dice aquella canción religiosa: Si los reyes se reuniesen y juntaran sus tesoros, no podrían añadir una sola hoja a la ortiga. En el jardín de Sus Señorías había mucho que hacer, no solamente para el jardinero y sus aprendices, sino también para GartenKirsten y Garten-Ole. -¡Qué pesado! -decían-. Aún no hemos terminado de escardar y arreglar los caminos, y ya los han pisado de nuevo. ¡Hay un ajetreo con los invitados de la casa! ¡Lo que cuesta! Suerte que los señores son ricos. -¡Qué mal repartido está todo! -decía Ole-. Según el señor cura, todos somos hijos de Dios. ¿Por qué estas diferencias? -Por culpa del pecado original -respondía Kirsten. De eso hablaban una noche, sentados junto a la cama del tullido, que estaba leyendo sus cuentos. Las privaciones, las fatigas y los cuidados habían encallecido las manos de los padres, y también su juicio y sus opiniones. No lo comprendían, no les entraba en la cabeza, y por eso hablaban siempre con amargura y envidia. -Hay quien vive en la abundancia y la felicidad, mientras otros están en la miseria. ¿Por qué hemos de purgar la desobediencia y la curiosidad de nuestros primeros padres? ¡Nosotros no nos habríamos portado como ellos! -Sí, habríamos hecho lo mismo -dijo súbitamente el tullido Hans-. Aquí está, en el libro. -¿Qué es lo que está en el libro? -preguntaron los padres. Y entonces Hans les leyó el antiguo cuento del leñador y su mujer. También ellos decían pestes de la curiosidad de Adán y Eva, culpables de su desgracia. He aquí que acertó a pasar el rey del país: «Síganme -les dijo- y vivirán tan bien como yo: siete platos para comer y uno para mirarlo. Está en una sopera tapada, que no deben tocar; de lo contrario, se les terminará la buena vida». «¿Qué puede haber en la sopera?», dijo la mujer.
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