-¡Todos hemos pecado! -dijo el alma, volviendo a levantarse-. Yo he observado fielmente la Ley y el Evangelio; hice lo que pude, no soy como los demás. Así llegaron a la puerta del cielo, y el ángel guardián de la entrada preguntó: -¿Quién eres? Dime cuál es tu fe y pruébamela con tus acciones. -He guardado rigurosamente los mandamientos. Me he humillado a los ojos del mundo, he odiado y perseguido la maldad y a los malos, a los que siguen por el ancho camino de la perdición, y seguiré haciéndolo a sangre y fuego, si puedo. -¿Eres entonces un adepto de Mahoma? -preguntó el ángel. -¿Yo? ¡Jamás! -Quien empuñe la espada morirá por la espada, ha dicho el Hijo. Tú no tienes su fe. ¿Eres acaso un hijo de Israel, de los que dicen con Moisés: «Ojo por ojo, diente por diente»; un hijo de Israel, cuyo Dios vengativo es sólo dios de tu pueblo? -¡Soy cristiano! -No te reconozco ni en tu fe ni en tus hechos. La doctrina de Cristo es toda ella reconciliación, amor y gracia. -¡Gracia! -resonó en los etéreos espacios; la puerta del cielo se abrió, y el alma se precipitó hacia la incomparable magnificencia. Pero la luz que de ella irradiaba eran tan cegadora, tan penetrante, que el alma hubo de retroceder como ante una espada desnuda; y las melodías sonaban dulces y conmovedoras, como ninguna lengua humana podría expresar. El alma, temblorosa, se inclinó más y más, mientras penetraba en ella la celeste claridad; y entonces sintió lo que nunca antes había sentido: el peso de su orgullo, de su dureza y su pecado. Se hizo la luz en su pecho. -Lo que de bueno hice en el mundo, lo hice porque no supe hacerlo de otro modo; pero lo malo... ¡eso sí que fue cosa mía! Y el alma se sintió deslumbrada por la purísima luz celestial y se desplomó desmayada, envuelta en sí misma, postrada, inmadura para el reino de los cielos, y, pensando en la severidad y la justicia de Dios, no se atrevió a pronunciar la palabra «gracia». Y, no obstante, vino la gracia, la gracia inesperada. El cielo divino estaba en el espacio inmenso, el amor de Dios se derramaba, se vertía en él en plenitud inagotable. -¡Santa, gloriosa, dulce y eterna seas, oh, alma humana! -cantaron los ángeles. Todos, todos retrocederemos asustados como aquella alma el día postrero de nuestra vida terrena, ante la grandiosidad y la gloria del reino de los cielos. Nos inclinaremos profundamente y nos postraremos humildes, y, no obstante, nos sostendrá Su Amor y Su Gracia, y volaremos por nuevos caminos, purificados, ennoblecidos y mejores, acercándonos cada vez más a la magnificencia de la luz, y, fortalecidos por ella, podremos entrar en la eterna claridad.
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