Pasaron muchos años, y el niño se había convertido en un hombre que era el orgullo de sus padres. Se había casado, y, con su joven esposa, se mudó a la casa nueva del jardín. Estaba un día en el jardín junto a su esposa, mirando cómo plantaba una flor del campo que le había gustado. Lo hacía con su mano diminuta, apretando la tierra con los dedos. -¡Ay!-. ¿Qué es esto? Se había pinchado; y sacó del suelo un objeto cortante. ¡Era él! -imagínense-, ¡el soldado de plomo!, el mismo que se había perdido en el piso del anciano. Extraviado entre maderas y escombros, ¡cuántos años había permanecido enterrado! La joven limpió el soldado, primero con una hoja verde, y luego con su fino pañuelo, del que se desprendía un perfume delicioso. Al soldado de plomo le hizo el efecto de que volvía en sí de un largo desmayo. -Deja que lo vea -dijo el joven, riendo y meneando la cabeza-. Seguramente no es el mismo; pero me recuerda un episodio que viví con un soldado de plomo siendo aún muy niño. Y contó a su esposa lo de la vieja casa y el anciano y el soldado que le había enviado porque vivía tan solo. Y se lo contó con tanta naturalidad, tal y como ocurriera, que las lágrimas acudieron a los ojos de la joven. -Es muy posible que sea el mismo soldado -dijo-. Lo guardaré y pensaré en todo lo que me has contado. Pero quisiera que me llevases a la tumba del viejo. -No sé dónde está -contestó él-, y no lo sabe nadie. Todos sus amigos habían ya muerto, nadie se preocupó de él, y yo era un chiquillo. -¡Qué solo debió de sentirse! -dijo ella. -¡Espantosamente solo! -exclamó el soldado de plomo. Pero ¡qué bella cosa es no ser olvidado! -¡Muy bien! -gritó algo muy cerca; pero aparte el soldado, nadie vio que era un jirón del tapiz de cuero de cerdo. Le faltaba todo el dorado y se confundía con la tierra húmeda, pero tenía su opinión y la expresó: El dorado se desluce pero el cuero queda. Sin embargo, el soldado de plomo no lo pensaba así. (Autor: Hans Christian Andersen) |