-Escucha el rampataplán de la lluvia sobre los lampazos -dijo el viejo. -Sí, y las gotas llegan hasta aquí -observó la madre-. Bajan por el tallo. Verás cómo esto se moja. Suerte que tenemos nuestra buena casa, y que el pequeño tiene también la suya. Salta a la vista que nos han tratado mejor que a todos los restantes seres vivos; que somos los reyes de la creación, en una palabra. Poseemos una casa desde la hora en que nacemos, y para nuestro uso exclusivo plantaron un bosque de lampazos. Me gustaría saber hasta dónde se extiende, y que hay ahí afuera. -No hay nada fuera de aquí -respondió el padre-. Mejor que esto no puede haber nada, y yo no tengo nada que desear. -Pues a mí -dijo la vieja- me gustaría llegarme a la casa señorial, que me cocieran y me pusieran en una fuente de plata. Todos nuestros antepasados pasaron por ello y, créeme, debe de ser algo excepcional. -Tal vez la casa esté destruida -objetó el caracol padre-, o quizás el bosque de lampazos la ha cubierto, y los hombres no pueden salir. Por lo demás, no corre prisa; tú siempre te precipitas, y el pequeño sigue tu ejemplo. En tres días se ha subido a lo alto del tallo; realmente me da vértigo, cuando levanto la cabeza para mirarlo. -No seas tan regañón -dijo la madre-. El chiquillo trepa con mucho cuidado, y estoy segura de que aún nos dará muchas alegrías; al fin y a la postre, no tenemos más que a él en la vida. ¿Has pensado alguna vez en encontrarle esposa? ¿No crees que si nos adentrásemos en la selva de lampazos, tal vez encontraríamos a alguno de nuestra especie? -Seguramente habrá por allí caracoles negros -dijo el viejo- caracoles negros sin cáscara; pero, ¡son tan ordinarios!, y, sin embargo, son orgullosos. Pero podríamos encargarlo a las hormigas, que siempre corren de un lado para otro, como si tuviesen mucho que hacer. Seguramente encontrarían una mujer para nuestro pequeño. -Yo conozco a la más hermosa de todas -dijo una de las hormigas-, pero me temo que no haya nada que hacer, pues se trata de una reina. -¿Y eso qué importa? -dijeron los viejos-. ¿Tiene una casa? -¡Tiene un palacio! -exclamó la hormiga-, un bellísimo palacio hormiguero, con setecientos corredores. -Muchas gracias -dijo la madre-. Nuestro hijo no va a ir a un nido de hormigas. Si no sabéis otra cosa mejor, lo encargaremos a los mosquitos blancos, que vuelan a mucho mayor distancia, tanto si llueve como si hace sol, y conocen el bosque de lampazos por dentro y por fuera. -¡Tenemos esposa para él! -exclamaron los mosquitos-.
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