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El aire lo sabe, el viento lo cuenta, la campana de la iglesia comprende su lenguaje y lo esparce por el mundo entero: ¡ding, dang, ding, dang! -Pero oía y sabía demasiadas cosas. No alcanzaba a lanzarlas todas al espacio. Me fatigué tanto y me volví tan pesada, que la viga que me sostenía se rompió, y salí volando por el aire radiante, para precipitarme en el río, en su lugar más hondo, donde mora el solitario genio de las aguas, y aquí le cuento, año tras año, las cosas que oí y que sé: ¡ding, dang, ding, dang! Todo eso dice la campana desde el fondo del río; la abuela lo ha contado. Pero nuestro maestro replica: -No hay tal campana que toque allá abajo; no es posible. Ni tampoco hay ningún genio de las aguas, pues tales seres no existen. Y cuando todas las otras campanas doblan alegremente, dice que no son las campanas, sino el aire que vibra, y que él es quien produce los sonidos; lo curioso es que abuelita afirmaba también que así lo había dicho la campana, de modo que en esto están de acuerdo; por consiguiente, no puede caber duda alguna. -¡Cuidado, cuidado! ¡Fíjate bien en lo que haces! -decían los dos. El aire lo sabe todo. Nos rodea, está dentro de nosotros, habla de nuestros pensamientos y de nuestras acciones, y lo hace mucho más que la campana de la hoya, donde mora el genio de las aguas, y lo esparce a lo lejos, muy lejos, hasta los grandes espacios celestiales, siempre, eternamente, hasta que las campanas del cielo dan su ¡ding, dang, ding, dang! (Autor: Hans Christian Andersen) |