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    Portada::Ménú General::Cuentos y Fabulas::Hans Christian Andersen

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       La pulga y el profesor. (3)
         
      

    Es un error pensar que los caníbales sólo viven de carne humana; ésta es sólo una golosina.

    -Espalda de niño con salsa picante es un plato exquisito -decía la madre de la princesa.

    El profesor se aburría. Sentía ganas de marcharse del país de los salvajes, pero no podía hacerlo sin llevarse la pulga: era su maravilla y su sustento. ¿Cómo cogerla? Ahí estaba la cosa.

    El hombre venga darle vueltas y más vueltas a la cabeza, hasta que, al fin, dijo:

    -¡Ya lo tengo!

    -Padre de la princesa, permítanme que haga algo. ¿Quieren que enseñe a los habitantes a presentar armas? A esto lo llaman cultura en los grandes países del mundo.

    -¿Y a mí qué puedes enseñarme? -preguntó el padre.

    -Mi mayor habilidad -respondió el profesor-. Disparar un cañón de modo que tiemble toda la tierra, y las aves más apetitosas del cielo caigan asadas. La detonación es de gran efecto, además.

    -¡Venga el cañón! -dijo el padre de la princesa.

    Pero en todo el país no había más cañón que el que había traído consigo el profesor, y éste resultaba demasiado pequeño.

    -Fundiré otro mayor -dijo el profesor-. Proporcionadme los medios necesarios. Me hace falta tela de seda fina, aguja e hilo, cuerdas, cordones y gotas estomacales para globos que se hinchan y elevan; ellas producen el estampido en el estómago del cañón.

    Le facilitaron cuanto pedía.

    Todo el pueblo acudió a ver el gran cañón. El profesor no lo había convocado hasta que tuvo el globo dispuesto para ser hinchado y emprender la ascensión.

    La pulga contemplaba el espectáculo desde la mano de la princesa. El globo se hinchó, tanto, que sólo con gran dificultad podía ser sujetado; estaba hecho un salvaje.

    -Tengo que subir para enfriarlo -dijo el profesor, sentándose en la barquilla que colgaba del globo-. Pero yo solo no puedo dirigirlo; necesito un ayudante entendido, y de cuantos hay aquí, sólo la pulga puede hacerlo.

    -Se lo permito, aunque a regañadientes -dijo la princesa, pasando al profesor la pulga que tenía en la mano.

    -¡Soltad las amarras! -gritó él-. ¡Ya sube el globo!

    Los presentes entendieron que decía:

    -¡Cañón!

    El aerostato se fue elevando hacia las nubes, alejándose del país de los salvajes.

    La princesita, con su padre y su madre y todo el pueblo, quedaron esperando.

      

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    Hans Christian Andersen

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