Es un error pensar que los caníbales sólo viven de carne humana; ésta es sólo una golosina. -Espalda de niño con salsa picante es un plato exquisito -decía la madre de la princesa. El profesor se aburría. Sentía ganas de marcharse del país de los salvajes, pero no podía hacerlo sin llevarse la pulga: era su maravilla y su sustento. ¿Cómo cogerla? Ahí estaba la cosa. El hombre venga darle vueltas y más vueltas a la cabeza, hasta que, al fin, dijo: -¡Ya lo tengo! -Padre de la princesa, permítanme que haga algo. ¿Quieren que enseñe a los habitantes a presentar armas? A esto lo llaman cultura en los grandes países del mundo. -¿Y a mí qué puedes enseñarme? -preguntó el padre. -Mi mayor habilidad -respondió el profesor-. Disparar un cañón de modo que tiemble toda la tierra, y las aves más apetitosas del cielo caigan asadas. La detonación es de gran efecto, además. -¡Venga el cañón! -dijo el padre de la princesa. Pero en todo el país no había más cañón que el que había traído consigo el profesor, y éste resultaba demasiado pequeño. -Fundiré otro mayor -dijo el profesor-. Proporcionadme los medios necesarios. Me hace falta tela de seda fina, aguja e hilo, cuerdas, cordones y gotas estomacales para globos que se hinchan y elevan; ellas producen el estampido en el estómago del cañón. Le facilitaron cuanto pedía. Todo el pueblo acudió a ver el gran cañón. El profesor no lo había convocado hasta que tuvo el globo dispuesto para ser hinchado y emprender la ascensión. La pulga contemplaba el espectáculo desde la mano de la princesa. El globo se hinchó, tanto, que sólo con gran dificultad podía ser sujetado; estaba hecho un salvaje. -Tengo que subir para enfriarlo -dijo el profesor, sentándose en la barquilla que colgaba del globo-. Pero yo solo no puedo dirigirlo; necesito un ayudante entendido, y de cuantos hay aquí, sólo la pulga puede hacerlo. -Se lo permito, aunque a regañadientes -dijo la princesa, pasando al profesor la pulga que tenía en la mano. -¡Soltad las amarras! -gritó él-. ¡Ya sube el globo! Los presentes entendieron que decía: -¡Cañón! El aerostato se fue elevando hacia las nubes, alejándose del país de los salvajes. La princesita, con su padre y su madre y todo el pueblo, quedaron esperando.
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