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Ahora vas a oírlo. SEGUNDO EPISODIO
Un niño y una niña En la gran ciudad, donde viven tantas personas y se alzan tantas casas que no queda sitio para que todos tengan un jardincito -por lo que la mayoría han de contentarse con cultivar flores en macetas-, había dos niños pobres que tenían un jardín un poquito más grande que un tiesto. No eran hermano y hermana, pero se querían como si lo fueran. Los padres vivían en las buhardillas de dos casas contiguas. En el punto donde se tocaban los tejados de las casas, y el canalón corría entre ellos, se abría una ventanita en cada uno de los edificios; bastaba con cruzar el canalón para pasar de una a otra de las ventanas.
Los padres de los dos niños tenían al exterior dos grandes cajones de madera, en los que plantaban hortalizas para la cocina; en cada uno crecía un pequeño rosal, y muy hermoso por cierto. He aquí que a los padres se les ocurrió la idea de colocar los cajones de través sobre el canalón, de modo que alcanzasen de una a otra ventana, con lo que parecían dos paredes de flores. Zarcillos de guisantes colgaban de los cajones, y los rosales habían echado largas ramas, que se curvaban al encuentro una de otra; era una especie de arco de triunfo de verdor y de flores. Como los cajones eran muy altos, y los niños sabían que no debían subirse a ellos, a menudo se les daba permiso para visitarse; entonces, sentados en sus taburetes bajo las rosas, jugaban en buena paz y armonía. En invierno, aquel placer se interrumpía. Con frecuencia, las ventanas estaban completamente heladas. Entonces los chiquillos calentaban a la estufa monedas de cobre, y, aplicándolas contra el hielo que cubría al cristal, despejaban en él una mirilla, detrás de la cual asomaba un ojo cariñoso y dulce, uno en cada ventana; eran los del niño y de la niña; él se llamaba Carlos, y ella, Margarita. En verano era fácil pasar de un salto a la casa del otro, pero en invierno había que bajar y subir muchas escaleras, y además nevaba copiosamente en la calle. Es un enjambre de abejas blancas - decía la abuela, que era muy viejecita. -¿Tienen también una reina? -preguntó un día el chiquillo, pues sabía que las abejas de verdad la tienen. -¡Claro que sí! -respondió la abuela-. Vuela en el centro del enjambre, con las más grandes, y nunca se posa en el suelo, sino que se vuelve volando a la negra nube. Algunas noches de invierno vuela por las calles de la ciudad y mira al interior de las ventanas, y entonces éstas se hielan de una manera extraña, cubriéndose como de flores. -¡Sí, ya lo he visto! -exclamaron los niños a dúo; y entonces supieron que aquello era verdad.
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