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    Portada::Ménú General::Cuentos y Fabulas::Hans Christian Andersen

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       Lo que el viento cuenta de Valdemar Daae y sus hijas. (4)
         
      

    Se posaron sobre el barco desierto, solitario, muerto, y se lamentaron a voz en grito por el bosque desaparecido, por los muchos nidos de pájaros destruidos, por los viejos y jóvenes que habían quedado sin hogar. Y todo ello por causa de aquel enorme artefacto, de aquel altivo navío que jamás se haría a la mar.

    Yo me puse a arremolinar los copos de nieve que, en forma de grandes ondas, fueran depositándose en torno al barco y encima del mismo. Hice que se oyera mi voz, ¡cuántas cosas tiene por decir la tempestad! Hice lo posible para que supiera lo que ha de saber un barco. ¡Huuui! ¡Adelante!

    Y pasó el invierno, inviernos y veranos llegaron y se fueron como yo, como pasa rápidamente la nieve, como se marchitan las flores del manzano y como caen las hojas de los árboles. ¡Anda, anda, pasa! ¡Huuui! Los hombres pasan también.

    Pero las hijas eran aún jóvenes. Ida, una verdadera rosa, finísima como cuando la viera el constructor del barco. Muchas veces me metía yo en su largo cabello castaño, cuando ella estaba pensativa en el jardín junto al manzano, sin darse cuenta de que yo esparcía las flores sobre su cabeza. Al notar que se le deshacía el cabello, levantaba la mirada al sol ardiente y al fondo dorado del cielo, por entre los oscuros arbustos y árboles.

    Su hermana Juana era como un lirio, lozana y erguida, orgullosa y arrogante y, como su madre, con el cuello envarado. Le gustaba entrar en el gran salón, de cuyas paredes colgaban los retratos de sus antepasados. Las señoras aparecían pintadas en vestidos de terciopelo y seda, tocadas con pequeñas cofias bordadas de perlas. ¡Eran realmente bellas damas! Los hombres llevaban armaduras o preciosos mantos de piel de ardilla y valonas azules. Llevaban la espada sujeta al muslo, no a la cintura. ¿Dónde colocarían algún día el retrato de Juana, y qué tal parecería su noble esposo? Sí, en esto pensaba y de esto hablaba en voz baja; yo la oía cuando pasaba por el largo corredor y me daba la vuelta.

    Ana Dorotea, el pálido jacinto, una niña de catorce años, era reposada y soñadora. Sus grandes ojos, azules como el mar, miraban con expresión pensativa, pero en torno a la boca se dibujaba una sonrisa infantil. Yo no podía borrársela de un soplo, ni tampoco lo quería.

    Me la encontraba en el jardín, en el valle y en los campos, recogiendo hierbas y flores que, como yo sabía, utilizaba su padre para elaborar bebidas y gotas, pues conocía el arte de destilar. Valdemar Daae era altivo y orgulloso, pero muy instruido; sabia muchas cosas. Bien se veía, y se comentaba; incluso en verano el fuego ardía en su chimenea, y la puerta de su habitación permanecía cerrada.

      

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