Respondió la Gata: - Sopitas de leche para merendar; si os apetecen, os podéis quedar. - Muchas gracias, señora Gata -respondió el Lobo-. ¿Está en casa dama Raposa?. Dijo la Gata: - Está en su aposento, hecha toda un lamento. Triste tiene el rostro, triste y lloroso, porque se ha muerto su querido esposo. Replicó el Lobo: - Si quiere volverse a casar, no tiene más que bajar. La gata se sube al piso alto, tres escalones de un salto, llega a la puerta cerrada y llama con la uña afilada. -¿Estáis ahí, dama Raposa?. Si os queréis volver a casar, no tenéis más que bajar. Preguntó dama Raposa: - ¿Lleva el señor calzoncitos rojos y tiene el hocico puntiagudo?. - No -respondió la Gata. - Entonces no me sirve. Despedido el Lobo, vino un perro, y luego, sucesivamente, un ciervo, una liebre, un oso, un león y todos los demás animales de la selva. Pero siempre carecían de alguna de las cualidades del viejo señor Zorro, y la Gata hubo de ir despachándolos uno tras otro. Finalmente, se presentó un zorro joven, y a la pregunta de dama Raposa: - ¿Lleva calzoncitos rojos y tiene el hocico puntiagudo?. - Sí -respondió la Gata-, sí que tiene todo eso. - En tal caso, que suba -exclamó dama Raposa, y dio orden a la criada para que preparase la fiesta de la boda. «Gata, barre el aposento y echa por la ventana al zorro que está dentro. Buenos y gordos ratones se traía, pero él solo se los comía y para mí nada había». Celebróse la boda con el joven señor Zorro, y hubo baile y jolgorio, y si no han terminado es que siguen todavía.
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