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       El fiel Juan. (1)
         
      

    Érase una vez un anciano Rey, se sintió enfermo y pensó: Sin duda es mi lecho de muerte éste en el que yazco. Y ordenó: Que venga mi fiel Juan. Era éste su criado favorito, y le llamaban así porque durante toda su vida había sido fiel a su señor.

    Cuando estuvo al pie de la cama, díjole el Rey: Mi fidelísimo Juan, presiento que se acerca mi fin, y sólo hay una cosa que me atormenta: mi hijo. Es muy joven todavía, y no siempre sabe gobernarse con tino. Si no me prometes que lo instruirás en todo lo que necesita saber y velarás por él como un padre, no podré cerrar los ojos tranquilo.

    - Os prometo que nunca lo abandonaré, le respondió el fiel Juan, lo serviré con toda fidelidad, aunque haya de costarme la vida.

    Dijo entonces el anciano Rey: Así muero tranquilo y en paz. Y prosiguió: Cuando yo haya muerto enséñale todo el palacio, todos los aposentos, los salones, los soterrados y los tesoros guardados en ellos. Pero guárdate de mostrarle la última cámara de la galería larga, donde se halla el retrato de la princesa del Tejado de Oro, pues si lo viera, se enamoraría perdidamente de ella, perdería el sentido, y por su causa se expondría a grandes peligros; así que guárdalo de ello. Y cuando el fiel Juan hubo renovado la promesa a su Rey, enmudeció éste y, reclinando la cabeza en la almohada, murió.

    Llevado ya a la sepultura el cuerpo del anciano Rey, el fiel Juan dio cuenta a su joven señor de lo que prometiera a su padre en su lecho de muerte, y añadió: Lo cumpliré puntualmente y te guardaré fidelidad como se la guardé a él, aunque me hubiera de costar la vida.

    Celebráronse las exequias, pasó el período de luto, y entonces el fiel Juan dijo al Rey: Es hora de que veas tu herencia; voy a mostrarte el palacio de tu padre. Y lo acompañó por todo el palacio, arriba y abajo, y le hizo ver todos los tesoros y los magníficos aposentos; sólo dejó de abrir el que guardaba el peligroso retrato. Éste se hallaba colocado de tal modo que se veía con sólo abrir la puerta, y era de una perfección tal que parecía vivir y respirar, y que en el mundo entero no podía encontrarse nada más hermoso ni más delicado.

    Al joven Rey no se le escapó que el fiel Juan pasaba muchas veces por delante de esta puerta sin abrirla, y, al fin, le preguntó: ¿Por qué no la abres nunca?.

    - Es que en esta pieza hay algo que te causaría espanto, respondióle el criado.

    Mas el Rey le replicó: He visto todo el palacio y quiero también saber lo que hay ahí dentro, y, dirigiéndose a la puerta, trató de forzarla. El fiel Juan lo retuvo y le dijo: Prometí a tu padre, antes de morir, que no verías lo que hay en este cuarto; nos podría traer grandes desgracias, a ti y a mí.

    - Al contrario, replicó el joven Rey. Si no entro, mi perdición es segura. No descansaré ni de día ni de noche hasta que lo haya contemplado con mis propios ojos. No me muevo de aquí hasta que me abras esta puerta.

    Entonces comprendió el fiel Juan que no había otro remedio, y con el corazón en el puño y muchos suspiros sacó la llave del gran manojo. Cuando tuvo la puerta abierta, entró el primero con intención de tapar el cuadro, para que el Rey no lo viera. Pero, ¿de qué le sirvió?. El Rey, poniéndose de puntillas, miró por encima de su hombro, y al ver el retrato de la doncella, resplandeciente de oro y piedras preciosas, cayó al suelo sin sentido. Levantólo el fiel Juan y lo llevó a su cama, pensando. con gran angustia: El mal está hecho. ¡Dios mío!. ¿Qué pasará ahora?.



      

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