-Más fuerte será cuando lleguen mis hijos -respondió la mujer-. Estás en la gruta de los vientos; mis hijos son los cuatro vientos de la Tierra. ¿Entiendes? -¿Dónde están tus hijos? -preguntó el príncipe. -¡Oh! Es difícil responder a preguntas tontas -dijo la mujer-. Mis hijos obran a su capricho, juegan a pelota con las nubes allá arriba, en la sala grande -. Y señaló el temporal del exterior. -Ya comprendo -contestó el príncipe-. Pero habláis muy bruscamente; no son así las doncellas de mi casa. -¡Bah!, ellas no tienen otra cosa que hacer. Yo debo ser dura, si quiero mantener a mis hijos disciplinados; y disciplinados los tengo, aunque no es fácil cosa manejarlos. ¿Ves aquellos cuatro sacos que cuelgan de la pared? Pues les tienen más miedo del que tú le tuviste antaño al azote detrás del espejo. Puedo dominar a los mozos, te lo aseguro, y no tienen más remedio que meterse en el saco; aquí no andamos con remilgos. Y allí se están, sin poder salir y marcharse por las suyas, hasta que a mí me da la gana. Ahí llega uno. Era el viento Norte, que entró con un frío glacial, esparciendo granizos por el suelo y arremolinando copos de nieve. Vestía calzones y chaqueta de piel de oso, y traía una gorra de piel de foca calada hasta las orejas; largos carámbanos le colgaban de las barbas, y granos de pedrisco le bajaban del cuello, rodando por la chaqueta. -¡No se acerque enseguida al fuego! -le dijo el príncipe-. Podrían helársele la cara y las manos. -¡Hielo! -respondió el viento con una sonora risotada-. ¡Hielo! ¡No hay cosa que más me guste! Pero, ¿de dónde sale ese mequetrefe? ¿Cómo has venido a dar en la gruta de los vientos? -Es mi huésped -intervino la vieja-, y si no te gusta mi explicación, ya estás metiéndote en el saco. ¿Me entiendes? Bastaron estas palabras para hacerle entrar en razón, y el viento Norte se puso a contar de dónde venía y dónde había estado aquel mes. -Vengo de los mares polares -dijo-; estuve en la Isla de los Osos con los balleneros rusos, durmiendo sentado en el timón cuando zarparon del Cabo Norte; de vez en cuando me despertaba un poquitín, y me encontraba con el petrel volando entre mis piernas. Es un ave muy curiosa: pega un fuerte aletazo y luego se mantiene inmóvil, con las alas desplegadas. -No te pierdas en digresiones -dijo la madre-. ¿Llegaste luego a la Isla de los Osos? -¡Qué hermoso es aquello! Hay una pista de baile lisa como un plato, y nieve semiderretida, con poco musgo; esparcidos por el suelo había también agudas piedras y esqueletos de morsas y osos polares, como gigantescos brazos y piernas, cubiertos de moho.
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