|
Después se dirigieron a la aguja de coser, que todavía estaba durmiendo, la agarraron de la cabeza y la metieron en el cojín del sillón del posadero; el alfiler, por su parte, lo metieron en la toalla. Después, sin más ni más, se marcharon volando sobre los campos. El pato, que había querido dormir al raso y se había quedado en el patio, les oyó salir zumbando, se despabiló y encontró un arroyo y se marchó nadando arroyo abajo mucho más deprisa que cuando tiraba del coche. Un par de horas después el posadero se levantó de la cama, se lavó y cuando fue a secarse con la toalla se desgarró la cara con el alfiler. Luego se dirigió a la cocina y quiso encenderse una pipa, pero cuando llegó al fogón las cáscaras del huevo le saltaron a los ojos. “Esta mañana todo acierta a darme en la cabeza,” dijo, y se sentó enojado en su sillón: “¡Ay, ay, ay!”. La aguja de coserle había acertado en un sitio aún peor, y no precisamente en la cabeza. Entonces se puso muy furioso y sospechó de los huéspedes que habían llegado tan tarde la noche anterior, pero cuando fue a buscarlos vió que se habían marchado. Así juró que no volvería a admitir en su casita chusma como aquélla, que corre mucho, no paga nada y encima lo agradece con malas pasadas.
|
|