Finalmente, el Rey, terminada la campaña, regresó a palacio, y su primer deseo fue ver a su esposa e hijo. Entonces la anciana reina prorrumpió a llorar, exclamando: - ¡Hombre malvado!. ¿No me enviaste la orden de matar a aquellas dos almas inocentes?, -y mostróle las dos cartas falsificadas por el diablo, añadiendo: - Hice lo que me mandaste y le enseñó la lengua y los ojos. El Rey prorrumpió a llorar con gran amargura y desconsuelo, por el triste fin de su infeliz esposa y de su hijo, hasta que la abuela, apiadada, le dijo: - Consuélate, que aún viven. De escondidas hice matar una cierva, y guardé estas partes como testimonio. En cuanto a tu esposa, le até el niño a la espalda y la envié a vagar por el mundo, haciéndole prometer que jamás volvería aquí, ya que tan enojado estabas con ella. Dijo entonces el Rey: - No cesaré de caminar mientras vea cielo sobre mi cabeza, sin comer ni beber, hasta que haya encontrado a mi esposa y a mi hijo, si es que no han muerto de hambre o de frío. Estuvo el Rey vagando durante todos aquellos siete años, buscando en todos los riscos y grutas, sin encontrarla en ninguna parte, y ya pensaba que habría muerto de hambre. En todo aquel tiempo no comió ni bebió, pero Dios lo sostuvo. Por fin llegó a un gran bosque, y en él descubrió la casita con el letrerito: «Aquí todo el mundo vive de balde». Salió la blanca doncella y, cogiéndolo de la mano, lo llevó al interior y le dijo: - Bienvenido, Señor Rey -y le preguntó luego de dónde venía. - Pronto hará siete años -respondió él- que ando errante en busca de mi esposa y de mi hijo; pero no los encuentro en parte alguna. El ángel le ofreció comida y bebida, pero él las rehusó, pidiendo sólo que lo dejasen descansar un poco. Tendióse a dormir y se cubrió la cara con un pañuelo. Entonces el ángel entró en el aposento en que se hallaba la Reina con su hijito, al que solía llamar Dolorido, y le dijo: - Sal ahí fuera con el niño, que ha llegado tu esposo. Salió ella a la habitación en que el Rey descansaba, y el pañuelo se le cayó de la cara, por lo que dijo la Reina: - Dolorido, recoge aquel pañuelo de tu padre y vuelve a cubrirle el rostro. Obedeció el niño y le puso el lienzo sobre la cara; pero el Rey, que lo había oído en sueños, volvió a dejarlo caer adrede. El niño, impacientándose, exclamó: - Madrecita. ¿cómo puedo tapar el rostro de mi padre, si no tengo padre ninguno en el mundo?. En la oración he aprendido a decir: Padre nuestro que estás en los Cielos; y tú me has dicho que mi padre estaba en el cielo, y era Dios Nuestro Señor. ¿Cómo quieres que conozca a este hombre tan salvaje?. ¡No es mi padre!. Al oír el Rey estas palabras, se incorporó y le preguntó quién era. Respondióle ella entonces: - Soy tu esposa, y éste es Dolorido, tu hijo. Pero al ver el Rey sus manos de carne, replicó: - Mi esposa tenía las manos de plata.
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