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- No sé de nadie que haya estado aquí -contestó San Pedro-, excepto un sastre cojo que está sentado detrás de la puerta. Nuestro Señor mandó comparecer al sastre, y le preguntó si se había llevado el escabel y qué había hecho con él. - ¡Oh, Señor! -respondió el sastre, alborozado-. Me he enfadado mucho, porque en la Tierra he visto a una vieja lavandera que robaba dos pañuelos, y le arrojé el escabel a la cabeza. - ¡Gran pícaro! -increpólo Nuestro Señor-. Si yo juzgase como tú haces, ¿qué sería de ti hace mucho tiempo?. No tendría ni sillas, ni bancos, ni trono, ni siquiera atizador del horno, porque todo lo habría arrojado contra los pecadores. Desde este momento no seguirás en el Cielo, sino que te quedarás afuera, en la puerta. ¡Así que, mira adónde vas!. Aquí nadie debe castigar sino yo, el Señor. San Pedro hubo de echar del Cielo al sastre, el cual, como tenía rotos los zapatos y los pies llenos de ampollas, empujando un bastón se dirigió al limbo, donde residen los soldados piadosos y lo pasan lo mejor posible.
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