Pero considerando que aquel mantel no era aún un tesoro suficiente para poder retirarse a vivir en su casa con tranquilidad y holgura, continuó sus andanzas, siempre en pos de la fortuna. Un anochecer se encontró, en un bosque solitario, con un carbonero, todo tiznado y cubierto de polvo negro, que estaba haciendo carbón y tenía al fuego unas patatas destinadas a su cena. - ¡Buenas noches, mirlo negro!, le dijo, saludándolo. ¿Qué tal lo pasas, tan solito?. - Pues todos los días igual, y cada noche patatas para cenar, respondió el carbonero. Si te apetecen, te invito. - ¡Muchas gracias!, dijo el viajero, no quiero privarte de tu comida; tú no esperabas invitados. Pero si te contentas con lo que yo pueda ofrecerte, serás tú mi huésped. - ¿Y quién te traerá las viandas?. Pues, por lo que veo, no llevas nada, y en dos horas a la redonda no hay quien pueda venderte comida. - Así y todo, respondió el otro, te voy a ofrecer una cena como jamás viste igual. Y, sacando el mantel de la mochila, lo extendió en el suelo y dijo: «¡Mantelito, cúbrete!», y en el acto aparecieron cocidos y guisados, todo caliente como si saliese de la cocina. El carbonero abrió unos ojos como naranjas, pero no se hizo rogar, sino que alargó la mano y se puso a embaular tasajos como el puño. Cenado que hubieron, el carbonero dijo, con aire satisfecho: - Oye, me gusta tu mantelito; me iría de perlas aquí en el bosque, donde nadie cuida de cocerme nada que sea apetitoso. Te propongo un cambio. Mira aquella mochila de soldado, colgada allí en el rincón; es verdad que es vieja y no tiene aspecto; pero posee virtudes prodigiosas. Como yo no la necesito, te la cambiaría por tu mantel. - Primero tengo que saber qué prodigiosas virtudes son esas que dices, respondió el viajero. - Te lo voy a decir, explicó el carbonero: Cada vez que la golpees con la mano, saldrán un cabo y seis soldados, armados de punta en blanco, que obedecerán cualquier orden que les des. - Bien, si no tienes otra cosa, dijo el otro, acepto el trato. Dio el mantel al carbonero, descolgó la mochila del gancho y, colgándosela al hombro, se despidió. Después de haber andado un trecho, quiso probar las virtudes maravillosas de la mochila y le dio unos golpes. Inmediatamente aparecieron los siete guerreros, preguntando el cabo: - ¿Qué ordena Su Señoría?. - Volved al encuentro del carbonero, a marchas forzadas, y exigidle que os entregue el mantelito. Los soldados dieron media vuelta a la izquierda, y al poco rato estaban de regreso con el mantel, que, sin gastar cumplidos, habían quitado al carbonero. Mandóles entonces que se retirasen y prosiguió la ruta, confiando en que la fortuna se le mostraría aún más propicia. A la puesta del sol llegó al campamento de otro carbonero, que estaba también cociendo su cena.
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