Enganchó entonces el padre cuatro caballos y volvió con otra barra tan grande y gruesa como los animales pudieron acarrear; pero el hijo la dobló también y, arrojando los fragmentos, dijo: - No sirve, padre; tenéis que poner más caballos y traer una barra más fuerte. Enganchó entonces el campesino ocho caballos, y trajo a casa una tercera barra, tan grande y gruesa como los animales pudieron transportar. El hijo la cogió en la mano, rompió un pedazo de un extremo, y dijo: - Padre, bien veo que no podéis darme el bastón que necesito. No quiero continuar aquí. Marchóse con intención de colocarse como oficial herrero. Llegó a un pueblo, donde habitaba un herrero muy avaro, que todo lo quería para sí y nada para los demás. Presentósele el mozo y le preguntó si necesitaba un oficial. - Sí, respondió el herrero, y, considerándolo de pies a cabeza, pensó: «Es un mozo fornido; manejará bien el martillo y se ganará su pan». - ¿Cuánto pides de salario?, le preguntó. - Nada, respondió el mozo, sólo cada quince días, cuando pagues a los demás trabajadores, yo te daré dos puñetazos y tú los aguantarás. El herrero se declaró conforme, pensando en el mucho dinero que se ahorraría. A la mañana siguiente, el nuevo oficial se puso a la faena; cuando el maestro le trajo la barra al rojo, del primer martillazo partióse el hierro en dos pedazos, volando por los aires, y el yunque se clavó en el suelo, tan profundamente que no hubo medio de volver a sacarlo. Enfadóse el avaro, y exclamó: - Tú no me sirves; golpeas con demasiada rudeza. ¿Qué te debo por este solo golpe?. - Sólo quiero darte un golpecito, nada más, respondió el muchacho, y alzando un pie, de una patada lo envió volando al otro lado de cuatro carretas de heno. Eligiendo después la más recia de las barras de hierro que había en la herrería, cogióla como bastón y se marchó.
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