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Poco antes de las dos fue de nuevo al jardín, al lugar convenido, a esperar la llegada del cuervo; pero, de repente, le asaltó una fatiga tan intensa que las piernas no lo sostenían; incapaz de dominarse, se tiró en el suelo y volvió a quedarse dormido como un tronco. Al pasar el cuervo en su carroza de cuatro caballos rojos, dijo tristemente: - ¡Seguro que duerme!. y se acercó a él; pero tampoco hubo modo de despertarle. Al tercer día le preguntó la vieja: - ¿Qué es eso?. No comes ni bebes. ¿Acaso quieres morirte?. Pero él contestó: - No quiero ni debo comer ni beber nada. Ella dejó a su lado la fuente con la comida y un vaso de vino, y, cuando el olor le subió a la nariz, no pudo resistir, y bebió un buen trago. A la hora fijada salió al jardín y, subiéndose al montón de corteza, quiso aguardar la venida de la princesa encantada. Pero sintiéndose más cansado aún que el día anterior, se tumbó y quedó dormido profundamente como si fuera de piedra. A las dos se presentó de nuevo el cuervo en su coche, arrastrado ahora por cuatro corceles negros; el carruaje era también negro. El ave, que venía de riguroso luto, dijo: - ¡Bien sé que duerme y que no puede desencantarme!. Al llegar hasta él, lo encontró profundamente dormido, y, por más que lo sacudió y llamó, no hubo manera de despertarlo. Entonces puso a su lado un pan, un pedazo de carne y una botella de vino, de todas estas comidas podía comer y beber lo que quisiera, sin que jamás se acabaran. También le puso en el dedo un anillo de oro, que se quitó del suyo y que tenía grabado su nombre. Por último, le dejó una carta en la que le comunicaba lo que le había dado, y, además: “Bien veo que aquí no puedes desencantarme; pero si quieres hacerlo, ve a buscarme al palacio de oro de Stromberg; puedes hacerlo, estoy segura de ello”. Y, después de depositar todas las cosas junto a él, subió de nuevo a su carroza y se marchó al palacio de oro de Stromberg. Cuando el hombre despertó, dándose cuenta de que se había dormido, sintió una gran tristeza en su corazón y dijo: - No cabe duda de que ha pasado de largo, sin yo liberarla. Pero fijándose en los objetos depositados junto a él, leyó la carta, y se informó de cómo había ocurrido todo. Se levantó y se puso inmediatamente en busca del castillo de oro de Stromberg; pero no tenía la mínima idea de su paradero. Luego de recorrer buena parte del mundo, llegó a una oscura selva, por la que anduvo durante dos semanas sin encontrar salida. Un anochecer se sintió tan cansado que, se tumbo entre unas matas, y quedó dormido. A la mañana siguiente siguió su camino, y al atardecer, cuando se disponía a acomodarse en unos matorrales para pasar la noche, hirieron sus oídos unas lamentaciones y gemidos que no le dejaron conciliar el sueño; y al llegar la hora en que la gente enciende las luces, vio brillar una en la lejanía y se dirigió hacia ella; llegó ante una casa que le pareció muy pequeña, ya que ante ella se encontraba un enorme gigantazo. Pensó: “Si intento entrar y me ve el gigante, me costará la vida”. Al fin, sobreponiéndose al miedo, se acercó. Cuando el gigante lo vio, le dijo: - Me agrada que vengas, hace muchas horas que no he comido nada. Vas a servirme de cena.
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