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Cuando la princesa se asomó a la primera ventana no pudo descubrirlo, y tampoco desde la segunda; empezaba ya a preocuparse cuando, al fin, lo vio, desde la undécima. Mandó matar al cuervo de un tiro y traer el huevo; y, al romperlo, apareció el muchacho: - Te perdono por esta vez, pero como no lo hagas mejor, estás perdido. Al día siguiente se fue, el mozo al borde del lago y, llamando al pez, le dijo: - Te perdoné la vida; ahora indícame dónde debo ocultarme para que la princesa no me vea. Reflexionó el pez un rato y, al fin, exclamó: - ¡Ya lo tengo!. Te encerraré en mi vientre. Y se lo tragó, y bajó a lo más hondo del lago. La hija del Rey miró por las ventanas sin lograr descubrirlo desde las once primeras, con la angustia consiguiente; pero desde la duodécima lo vio. Mandó pescar al pez y matarlo, y, al abrirlo, salió el joven de su vientre. Fácil es imaginar el disgusto que se llevó. Ella le dijo: - Por segunda vez te perdono la vida, pero tu cabeza adornará, irremisiblemente, el poste número cien. El último día, el mozo se fue al campo, descorazonado, y se encontró con la zorra. - Tú que sabes todos los escondrijos, díjole, aconséjame, ya que te perdoné la vida, dónde debo ocultarme para que la princesa no me descubra. - Difícil es, respondió la zorra poniendo cara de preocupación; pero, al fin, exclamó: - ¡Ya lo tengo!. Fuese con él a una fuente y, sumergiéndose en ella, volvió a salir en figura de tratante en ganado. Luego hubo de sumergirse, a su vez, el muchacho, reapareciendo transformado en lebrato de mar. El mercader fue a la ciudad, donde exhibió el gracioso animalito, reuniéndose mucha gente a verlo. Al fin, bajó también la princesa y, prendada de él, lo compró al comerciante por una buena cantidad de dinero. Antes de entregárselo, dijo el tratante al lebrato: - Cuando la princesa vaya a la ventana, escóndete bajo la cola de su vestido. Al llegar la hora de buscarlo, asomóse la joven a todas las ventanas, una tras otra. sin poder descubrirlo; y al ver que tampoco desde la duodécima lograba dar con él, entróle tal miedo y furor, que, a golpes, rompió en mil pedazos los cristales de todas las ventanas, haciendo retemblar todo el palacio. Al retirarse y encontrar el lebrato debajo de su cola, lo cogió y, arrojándolo al suelo, exclamó: - ¡Quítate de mi vista!. El animal se fue al encuentro del mercader y, juntos, volvieron a la fuente. Se sumergieron de nuevo en las aguas y recuperaron sus figuras propias. El mozo dio gracias a la zorra, diciéndole: - El cuervo y el pez son unos aprendices, comparados contigo. No cabe duda de que tú eres el más astuto.
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