|
- “¿Crees que podrás con nosotros?” replicó el tambor, “cuando te agaches para coger a uno, se te escapará y se ocultará; y en cuanto te eches a dormir, saldrán todos de los matorrales y se te subirán encima. Llevan en el cinto un martillo de hierro y te partirán el cráneo.” Preocupóse el gigante y pensó: Si no procuro entenderme con esta gentecilla astuta, a lo mejor salgo perdiendo. A los osos y los lobos les aprieto el gaznate; pero ante los gusanillos de la tierra estoy indefenso. - “Oye, pequeño,” prosiguió en alta voz, “retírate, y te prometo que en adelante os dejaré en paz a ti y a los tuyos; además, si tienes algún deseo que satisfacer, dímelo y te ayudaré.” - “Tienes largas piernas,” dijo el tambor, “y puedes correr más que yo. Si te comprometes a llevarme a la montaña de cristal, tocaré señal de retirada, y por esta vez los míos te dejarán en paz.” - “Ven, gusano,” respondió el gigante, “súbete en mi hombro y te llevaré adonde quieras.” Levantólo y, desde la altura, nuestro soldado se puso a redoblar con todas sus fuerzas. Pensó el gigante: Debe de ser la señal de que se retiren los otros. Al cabo de un rato salióles al encuentro un segundo gigante que, cogiendo al tamborcillo, se lo puso en el ojal. El soldado se agarró al botón, que era tan grande como un plato, y se puso a mirar alegremente en derredor. Luego se toparon con un tercero, el cual sacó al hombrecillo del ojal y se lo colocó en el ala del sombrero; y ahí tenemos a nuestro soldado, paseando por encima de los pinos. Divisó a lo lejos una montaña azul y pensó: Ésa debe de ser la montaña de cristal, y, en efecto, lo era. El gigante dio unos cuantos pasos y llegaron al pie del monte, donde se apeó el tambor. Ya en tierra, pidió al grandullón que lo llevase a la cumbre; pero el grandullón sacudió la cabeza y, refunfuñando algo entre dientes, regresó al bosque. Y ahí tenemos al pobre tambor ante la montaña, tan alta como si hubiesen puesto tres, una encima de otra, y, además, lisa como un espejo. ¿Cómo arreglárselas? Intentó la escalada, pero en vano, resbalaba cada vez. ¡Quién tuviese alas! suspiró; pero de nada sirvió desearlo; las alas no le crecieron. Mientras estaba perplejo sin saber qué hacer, vio a poca distancia dos hombres que disputaban acaloradamente. Acercándose a ellos, se enteró de que el motivo de la riña era una silla de montar colocada en el suelo y que cada uno quería para sí. - “¡Qué necios sois!” díjoles, “os peleáis por una silla y ni siquiera tenéis caballo.” - “Es que la silla merece la pena,” respondió uno de los hombres, “quien se suba en ella y manifiesta el deseo de trasladarse adonde sea, aunque se trate del fin del mundo, en un instante se encuentra en el lugar pedido. La silla es de los dos, y ahora me toca a mí montarla, pero éste se opone.” - “Yo arreglaré la cuestión,” dijo el tambor, se alejó a cierta distancia y clavó un palo blanco en el suelo. Luego volvió a los hombres y dijo: - “El palo es la meta; el que primero llegue a ella, ése montará antes que el otro.”
|
|